En este reportaje exploramos en primera persona el Ártico de Alaska, uno de los cada vez más escasos lugares de la Tierra que pueden considerarse realmente primigenios, por su aislamiento, pureza y extensión. No obstante, el hambre de energía del ser humano pone en jaque la conservación de los ecosistemas y la fauna que albergan.
Una pradera inabarcable tapizada de tussocks1 con amplias zonas empantanadas llenas de larvas de mosquitos. Colinas, valles, montañas, barrancos, ríos… Los ojos no alcanzan a ver el final. En esta inmensidad medran caribús, osos, zorros, lobos, carneros de Dall, bueyes almizcleros, glotones, ardillas terrestres… Ni un solo camino, ni una sola pista de que Homo sapiens existe y domina el mundo.
Este entorno ha permanecido inalterado hasta la fecha. Mires hacia donde mires solo vemos naturaleza. Es muy probable que la mayoría de los animales que habitan este lugar no sepan lo que es un ser humano.
Para muchas personas esta somera descripción del ecosistema ártico puede no resultar especialmente atractiva. Pocas estarían dispuestas a explorar un lugar así durante varias semanas en total autonomía y sin ninguna comodidad, exponiéndose a elevadas dosis de riesgo e incertidumbre.

Cuando planificamos nuestro tercer viaje por Alaska, Marta y yo nos propusimos seguir el curso del río Utukok desde las montañas DeLong hasta el océano Glacial Ártico. Para ello contamos con la ayuda de dos packrafts, pequeñas embarcaciones hinchables de apenas tres kg de peso. Calculamos que podríamos necesitar entre 20 y 25 días, durante los cuales tendríamos que ser totalmente autosuficientes. Esto significa llevar encima tienda de campaña, saco de dormir, esterilla, ropa, placa solar, acumulador, botiquín, cocina, botellas de gas, espray para osos, dispositivos GPS, equipo de fotografía, vídeo y sonido… Y por supuesto comida, mucha comida. Tras años de pruebas hemos llegado a la conclusión de que lo más eficiente y práctico es la alimentación liofilizada, que permite una sustancial reducción de volumen y peso, no solo de comida, sino también de combustible. Nuestras mochilas suelen pesar unos 28 kg, pero en esta ocasión, como llevamos dos packrafts, trajes secos, palas, chalecos salvavidas y cuerdas, el peso sube a unos 33 kg por persona.

El Ártico es un ecosistema único con fenómenos que no se dan en ningún otro lugar: aufeis2 pingos3, termokarst4, estructuras poligonales5… En sus entrañas la tundra esconde restos de mamuts lanudos, bisontes esteparios y otros animales prehistóricos que desaparecieron hace milenios; también de civilizaciones pasadas cuya existencia no tenía cabida en los tiempos modernos. Aquellos antiguos habitantes del Ártico prosperaban en un entorno severo e implacable y se servían de habilidades aprendidas de generación en generación para sobrevivir. Eran indígenas para los invasores, aunque ellos se identificaban simplemente como personas.

Naturaleza prístina, simple, escasa y valiosa. Este entorno no se puede definir como extraordinariamente bello. No hay montañas nevadas de estética insuperable, ni acantilados gigantescos, ni densos bosques con lagos color turquesa; en el Ártico, salvo en épocas concretas, la fauna no se ve fácilmente y en todas partes como en las famosas reservas de África. Pero no olvidemos que el concepto de estética es algo que no tiene sentido para los animales; en todo caso, la ausencia de una belleza apabullante es un curioso seguro para salvaguardar la naturaleza de la invasión humana.
Lo extraordinario de esta zona de Alaska es su pureza, remotidad y extensión. En inglés existe un término para ese conjunto de virtudes que describe el mundo salvaje: wilderness. En la Tierra ya quedan pocos lugares así, pues con el paso de los años se han ido destruyendo o modificando para dar cabida a una población humana en constante crecimiento y con necesidades casi infinitas.
Muy por debajo de la tundra se esconde el tesoro que pone en peligro todo lo que hay sobre ella. Si escarbamos unos centímetros nos toparemos con una capa de suelo helada, que a lo largo del verano se deshiela y contribuye a la aparición de extensas zonas inundadas. Si seguimos excavando, por debajo de esta capa activa, encontraremos una capa helada permanentemente que se remonta a la glaciación Würm, en el Pleistoceno. El permafrost actual, con varios cientos de metros de espesor en algunos lugares, existe desde hace más de 100.000 años y alberga ingentes cantidades de carbono y metano procedentes de épocas lejanas. En algunas zonas, los ríos del Ártico erosionan varios metros de suelo congelado, descubriendo una emocionante estampa del pasado. Al descongelarse, el permafrost libera un extraño olor agrio, a fermento, procedente de la descomposición de materia orgánica compactada durante milenios.
Más allá del permafrost, a varios kilómetros de profundidad, la Tierra esconde energía solar empaquetada desde hace millones de años en forma de hidrocarburos: una mezcla de átomos de carbono e hidrógeno que sustenta el desarrollo insostenible de más de 8200 millones de personas.


El origen de ese “sol concentrado” se remonta al Carbonífero y a la era mesozoica, cuando el Ártico era muy diferente y estaba poblado por densos y amplios bosques inundados. Con el paso del tiempo la materia vegetal y los microorganismos enterrados dieron lugar a gigantescos depósitos de hidrocarburos, que permanecieron ocultos hasta bien entrado el Holoceno, cuando el ser humano descubrió su enorme potencial energético.
“Petróleo” es una palabra mágica que despierta en muchas personas un renovado interés por el Ártico basado en el dinero y el poder. Dependiendo de los aires del gobierno de Estados Unidos se abre o se cierra la posibilidad de explotar las reservas de hidrocarburos. Los gobiernos de derechas, centrados más en el progreso económico que en la conservación de la naturaleza, argumentan la necesidad imperiosa de expoliar extensas zonas del Ártico por su extraordinario valor estratégico, tanto para Estados Unidos como para el resto del mundo.

Si no conoces este lugar quizá te resulten convincentes los argumentos a favor de su explotación: “Es una zona inmensa y solo vamos a perforar en una parte muy pequeña, donde no hay prácticamente nada salvo hierba, turba y mosquitos”; “los nuevos y modernos sistemas de prospección, perforación y extracción apenas dañan el medio ambiente”; los caribús y los osos polares tienen terreno de sobra para hacer lo que quieran”; “la nueva América necesita petróleo y gas para no depender de mercados extranjeros que podrían poner en riesgo la hegemonía del mundo libre”; “es nuestra tierra y los recursos están ahí para que los podamos aprovechar en beneficio de todos”.
Pero cuando has recorrido a pie este prístino ecosistema sin rastro de artificialidad y has visto de cerca cómo se entrelaza la existencia de los innumerables seres vivos que lo habitan, ya sean vegetales o animales, entonces las palabras de esas personas distantes, poderosas y bien vestidas, sin tierra en sus zapatos, son como un puñetazo en la cara, un insulto despreciable e ignorante hacia el valor intrínseco de la naturaleza.

En esta vasta extensión de tierra, cuando los días comienzan a alargarse decenas de miles de caribús (Ranfiger tarandus) inician una migración anual desde las zonas de invernada hasta las zonas de cría ancestrales. Algunos grupos se desplazan al norte, otros al este, al oeste e incluso al sur. En manadas numerosas los caribús se encuentran más seguros frente a los depredadores, principalmente osos y lobos, que los siguen en sus desplazamientos estacionales. Carnívoros más pequeños, como glotones, zorros rojos y árticos, depredan sobre las crías o ejemplares débiles, aunque lo más habitual es que se alimenten de animales muertos, simplemente porque requiere menos esfuerzo que cazar.
En verano los caribús buscan lugares ventosos, cerca del océano, en el agua o sobre placas de hielo para protegerse de los mosquitos, pero principalmente de las moscas de la nariz y las moscas Hypoderma tarandi, que les hacen la vida imposible e incluso llegan a matarlos.

Para el pueblo gwich’in, el lugar donde los caribús dan a luz es tierra sagrada. Esta gente, que habita Alaska desde mucho antes de la llegada del hombre blanco, ha dependido tradicionalmente de la migración del caribú. Cuando eran nómadas seguían constantemente los movimientos de este animal, y hoy en día el caribú sigue siendo el símbolo de su existencia. No en vano se hacen llamar “el pueblo del caribú”. Gran parte de las perforaciones para extraer petróleo se ubicarían en este terreno sagrado, y sin duda acabarían por modificar las rutas migratorias anuales del caribú. Entonces, la vida y la identidad de los gwich’in se vería trastocada de forma irremediable. La existencia de este pueblo también se ve amenazada por la captura industrial de salmón en la desembocadura de los ríos, lo que ha reducido de forma drástica la llegada de salmones a sus asentamientos.

Algo similar sucede con los iñupiaq, situados más al norte, junto al océano Glacial Ártico. El espíritu de este pueblo está anclado a la caza de ballenas boreales en abril y belugas a principios de julio, que hasta hace unas décadas realizaban de forma artesanal. El ruido y las vibraciones de las plataformas de perforación, tanto en tierra como mar adentro, interferirían con el sistema de comunicación de los cetáceos, que se alejarían de la costa ártica. Como consecuencia, los iñupiaq perderían su fuente tradicional de alimento, y con ella lo poco que resta de su vida ancestral.

Las grandes ventajas de un mundo basado en el comercio global y el progreso tecnológico tienen su contrapartida; son la espada de Damocles de los pueblos originarios del Ártico, que hoy viven de subsidios gubernamentales, principalmente a través de la ANCSA (Alaska Native Claims Settlement). A estas prestaciones hay que sumar la cantidad que aporta anualmente a cada habitante el PFD (Alaska Permanent Fund Dividend) por los ingresos derivados del petróleo, que en 2025 asciende a 1702 $. La caza, más que una necesidad vital, es ahora un pasatiempo que entronca a los nativos con su historia pasada y que las comunidades indígenas consideran un derecho inalienable al que no quieren renunciar. Antes del mundo moderno la caza y la pesca eran sostenibles.
Ahora, debido a la disponibilidad de armas mucho más eficaces, motos de nieve, barcos e incluso avionetas, se hace necesario regular la captura de animales como fuente de alimento. Los trineos de perros y las canoas de madera y piel han quedado relegados a los anales de la historia; se podría decir que son piezas de museo. La pesca tradicional ha desaparecido; ya no es posible secar el pescado al aire, pues el polvo que levantan los vehículos a motor lo estropearía. Tabaco, marihuana y alcohol hacen estragos en muchas comunidades. El plástico es ahora tan imprescindible como en cualquier otro lugar del planeta. La basura y todo lo que ya no funciona se compacta y se entierra bajo la tundra, o simplemente se abandona. La luz eléctrica y la calefacción dependen de la energía fósil, almacenada en gigantescos depósitos de gasoil.

El dinero que proporciona el petróleo ha creado una situación que se podría definir como perversa: los gwich’in rechazan las perforaciones en tierra porque afectarían a las poblaciones de caribús, pero se muestran favorables a las perforaciones en el océano. Por otro lado, los iñupiaq rechazan las perforaciones en el océano porque afectarían a presencia de cetáceos, pero defienden con vehemencia la extracción de petróleo en tierra firme.

La erosión de la vida tradicional de las comunidades nativas comenzó cuando las naves rusas arribaron a Alaska en 1741 y sus tripulantes vieron en la nutria marina una fuente de ingresos colosal. Las mataron sin contemplaciones para arrancarles su piel, muy apreciada por la alta sociedad europea. Ahora era más rentable y más fácil comerciar con los extranjeros que dedicarse a la autosuficiencia. En 1867, tras la venta de Alaska a Estados Unidos por 7,2 millones de dólares, los nuevos dueños de la tierra tomaron el relevo de Rusia en el comercio de pieles, ahora solo de focas, pues las nutrias marinas se habían prácticamente extinguido a manos de los comerciantes rusos. En tierra se multiplicó la caza de cualquier animal con una piel codiciada por la industria de la moda.
A finales del siglo XIX estalló la fiebre del oro de Klondike, que junto con la posterior minería del cobre y la plata atrajeron a miles de personas y contribuyeron a un cambio social inimaginable años atrás. Mucho después, en la década de 1970, llegó el petróleo, que se convirtió en el motor económico de Alaska e introdujo cambios profundos e irreversibles en la vida de las comunidades indígenas. Es bastante probable que en el siglo XXI los primeros habitantes de Alaska acaben siendo asimilados totalmente por el mundo moderno, o borrados del mapa de la humanidad.

Además de multitud de aves, la costa es el hogar de una de las especies que más sufre las consecuencias de la crisis climática: el oso polar (Ursus maritimus). Este superdepredador no hiberna, pero excava sus madrigueras bajo el hielo y algunos ejemplares pasan el verano en cuevas frías y oscuras, a la espera de que el océano se congele y les permita adentrarse en la banquisa en busca de focas, su principal fuente de alimento. Como la mayoría de los animales, los osos polares son muy sensibles a las perturbaciones de su hábitat, por lo que sin duda su existencia se vería amenazada por la presencia de pozos de petróleo y las infraestructuras asociadas: carreteras, vehículos de gran tonelaje, viviendas, oleoductos…
El acelerado calentamiento del Ártico ha provocado la expansión del hábitat del oso grizzly, que en algunas zonas se superpone cada vez con mayor frecuencia al del oso polar. En 2006 se documentó por primera vez la hibridación entre osos polares y grizzlies mediante pruebas de ADN. El oso polar es sin duda un animal icónico, por lo que es habitual recurrir a él en los discursos de conservación. No obstante, en el Ártico habitan muchos otros animales igual de relevantes para el equilibrio del ecosistema.

Izquierda: Paisaje en la Reserva nacional de petróleo en Alaska. Naturaleza prístina en cientos de km a la redonda.
Derecha: Un buey almizclero nos observa con prudencia.
Después de nueve días navegando por el río Utukok, a unos 120 km del punto de inicio, vislumbramos la figura de un buey almizclero (Ovibos moschatus), el primero que veíamos en nuestras vidas. Detuvimos los packrafts junto a la orilla y comenzamos a caminar por la tundra en su busca. Enredado en un arbusto encontramos un mechón de qiviut, la finísima lana que constituye la primera capa de abrigo de este imponente animal.
En una zona despejada, a unos 60 metros de distancia, había dos ejemplares. La capa exterior de lana es tan larga que apenas deja ver sus patas. De hecho, esta lana, mucho más gruesa que el qiviut, nunca deja de crecer. Cuando nos vieron comenzaron a correr pendiente arriba, alejándose cada vez más de nuestras retinas. Fue una experiencia breve pero intensa, mucho más que la que un documental o un artículo pueden ser capaces de transmitir. En los días siguientes tuvimos otros dos encuentros con este animal relicto de tiempos prehistóricos. En estas ocasiones pudimos acercarnos mucho más y apreciar con detalle la presencia de un animal del pleistoceno que convivió con mamuts lanudos y bisontes esteparios.
A diferencia de los caribús, los bueyes no migran. Permanecen todo el año en una zona de varios km2. Su extraordinaria adaptación al clima del Ártico les permite pasar el invierno sin apenas alimento, a base de líquenes, ramas y hojas secas. A pesar de su resistencia al frío y a la escasez de alimento, el buey almizclero desapareció de Alaska a mediados del siglo XIX. El motivo principal no se conoce con exactitud, pero sí se sabe que la caza desmedida contribuyó al declive de una población menguante que ya no se pudo recuperar. Todos los bueyes que hoy habitan Alaska proceden de 34 ejemplares que se capturaron en el este de Groenlandia en 1930. Este dato pone de manifiesto la fragilidad de la naturaleza, a pesar de su enorme resiliencia.
Una paradoja inquietante y perversa que se repite a lo largo y ancho de la Tierra: existen personas que pagan elevadas sumas de dinero para matar a este animal procedente del pleistoceno, que convivió con mamuts lanudos y bisontes esteparios, simplemente para llevarse a casa su cabeza y colgarla en la pared como si fuera un cuadro pastoral.

En el siglo XXI el ser humano es capaz de cambiar las cosas tan rápido y de forma tan radical que la fauna no tiene tiempo de adaptarse. Si alguna vez se pone en funcionamiento el primer pozo de petróleo en esta gran reserva de la naturaleza, seguirán otros pozos, un oleoducto, una carretera, infraestructuras… Y ya no habrá marcha atrás. Algunas especies se adaptarán, otras no.

En 2022 documentamos el Ártico de Alaska por primera vez. El Arctic National Wildlife Refuge (ANWR), en el noroeste de Alaska, llevaba años en el punto de mira de muchos políticos y empresarios. Durante su primer mandato, la administración de Donald Trump apoyó con vehemencia la idea de perforar en el Ártico en busca de gas y petróleo, argumentando que esa zona remota es un lugar yermo, desértico, sin ningún interés.
Nosotros no esperábamos presenciar un contraste tan brutal con dichas palabras. A lo largo de nuestro primer viaje por el Ártico de Alaska vimos miles de caribús, tres osos grizzlies, un lobo de la tundra, decenas de ardillas terrestres del ártico, centenares de carneros de Dall, un puercoespín, lagópodos nivales y comunes, águilas calvas y otras rapaces, sin contar la presencia a través de sus rastros de otras especies, como el zorro rojo, el zorro ártico y el alce.
Desde las montañas de la cordillera Brooks hasta la llanura costera vivimos todo tipo de vicisitudes y experiencias. Fueron 18 días y más de 100 km de aventuras. Entre otras cosas constatamos en primera persona los acelerados cambios que está provocando la crisis climática antropogénica.
En el Ártico apenas se producen tormentas debido al reducido gradiente térmico vertical de la atmósfera. No obstante, el incremento global de la temperatura, mucho más evidente en las zonas frías del planeta, hace que cada vez sea más habitual el desarrollo de intensas tormentas con aparato eléctrico. Nosotros vivimos en primera persona una de estas manifestaciones meteorológicas. En pocos minutos la naturaleza liberó una inmensa cantidad de energía. Relámpagos y truenos recorrieron valles y montañas, pintando un cuadro sobrecogedor de luz y sonido. Como dirían Astérix y Obélix, el cielo se desplomó sobre nuestras cabezas.
El resultado de este viaje de exploración fue Los caminos del Caribú, una película documental creada con un presupuesto mínimo en la que no hay más participantes que nosotros dos: protagonistas, directores, guionistas, cámaras, editores y todo lo que podáis imaginar. Este filme ha participado en numerosos festivales internacionales y actualmente se proyecta en consulados y embajadas de varios países de América.

En 2023 nos propusimos explorar una zona inhóspita y remota en el parque nacional Wrangell San Elías. A lo largo de trece días recorrimos un lugar salvaje, poblado por montañas, valles, glaciares, tarteras y tupidos bosques casi impenetrables, con barrancos, troncos en descomposición, torrentes y una densa capa de arbustos y árboles retorcidos. A las pocas horas de comenzar tuvimos que cruzar un glaciar surcado por profundas grietas, gendarmes de hielo y arroyos que se precipitaban hacia el lecho de roca, varias decenas de metros por debajo de nuestros pies. A veces podíamos saltar las grietas, pero otras no había más remedio que sortearlas, buscando una ruta que en muchos casos no existía. Después de cruzar un precario puente de hielo nos esperaba una pendiente de arena y roca en la que apenas podíamos clavar el canto de las botas. Una caída nos conduciría directamente hacia río glaciar.
En muchos casos la forma y la anchura de los ríos no coincidían con lo indicado en el mapa topográfico, pues en los últimos años, a causa del cambio climático, se ha acelerado el deshielo de los glaciares que los alimentan. Algunos días apenas avanzábamos dos kilómetros lineales. En todo momento tratábamos de evitar caer en la desesperación y el desánimo, porque la única salida era seguir adelante y solucionar las complicaciones a medida que se presentaban. También hubo momentos gloriosos: vistas sobrecogedoras de paisajes que muy pocas personas han contemplado, carneros de Stone perfilados por la luz del atardecer, rastros de osos, castores, alces y caribús…
Fue un viaje con un elevado grado de exigencia, sobre todo mental por el riesgo y la incertidumbre que nos acompañaron todos los días. La película de esta aventura, titulada Hasta donde los pies nos lleven, narra las peripecias que vivimos durante esos duros e intensos días por la naturaleza prístina de Alaska.

Nuestro primer campamento, después de cruzar el glaciar. Parque nacional Wrangell San Elías.
Dos años después, en junio de 2025, regresamos al Ártico para documentar otra zona que corre un alto riesgo medioambiental. Reserva Nacional de Petróleo en Alaska (National Petroleum Reserve in Alaska) es sin duda un nombre poco atractivo, pero su significado resulta engañoso. Se trata de un lugar inmenso, totalmente virgen, sin domesticar por la humanidad. Aquí, la naturaleza no está ajardinada como en la mayor parte de la Tierra.
Este lugar, situado en el noroeste de Alaska, fue designado en 1923 con el nombre de Naval Petroleum Reserve (Reserva Naval de Petróleo) por el presidente Warren Harding como reserva de emergencia de hidrocarburos. En 1976 el congreso transfirió su gestión de la Marina al Departamento de Interior, subrayando la necesidad de proteger la vida silvestre y el ecosistema durante las prospecciones petrolíferas. Cuatro años después, en 1980, el Congreso autorizó el arrendamiento de tierras para su explotación, pero recalcando de nuevo la importancia de minimizar el daño ecológico en toda la reserva. Además, se estableció la protección total de algunas zonas especialmente sensibles, como el lago Teshekpuk, uno de los humedales más importantes del Ártico.
En 2006 la administración Bush trató de abrir las zonas protegidas a la explotación, pero gracias a la enconada oposición de grupos conservacionistas no lo consiguió, por muy poco. En 2012 la administración Obama amplió la zona de protección especial hasta los 13,5 millones de acres (algo más de 54.600 km2). En esta zona especial se encuentran algunos de los lugares que hemos recorrido durante nuestro último viaje por el Ártico, como las montañas DeLong, la zona alta del río Utukok y la laguna Kasegaluk.
Pero la historia no se acaba aquí. El 2 de junio de 2025, poco antes de aterrizar en Kotzebue, el Departamento de Interior de la administración Trump propuso la rescisión total de las zonas protegidas en NPR-A por considerar esa ley de protección medioambiental inconsistente con la Naval Petroleum Reserves Production Act de 1976, que autorizaba el desarrollo comercial sin restricciones en toda la reserva. En su discurso ante el Congreso Donald Trump pronunció, saboreando sus palabras, un eslogan que enfatiza su firme compromiso con el desarrollo económico a cualquier precio y su oposición y desprecio a cualquier medida de conservación medioambiental: Drill, baby, drill (A perforar, nena, a perforar).
Se nos ocurre un nombre más acertado para esta joya natural: Reserva del Pleistoceno de Alaska. Con una extensión de 23,5 millones de acres (algo más de 95.000 km2), alberga hábitats de extraordinario valor ecológico donde medran especies como el caribú, el alce, el oso polar y el grizzly, el lobo de la tundra, el glotón, el buey almizclero, el zorro ártico y el rojo, diversas rapaces, el colimbo chico y de Adams, el éider real y otras aves acuáticas.

En esta reserva se encuentra la zona de cría de la mayor manada de caribús del país, Western Arctic (sobre 164.000 ejemplares en 2023). Aquí crían millones de aves de los seis continentes y de la mayoría de los océanos del mundo. Es la tierra ancestral de los primeros pobladores de Alaska, que llegaron caminando desde Siberia hace unos 14.000 años por el estrecho de Bering, ahora cubierto por el agua. Aquí, cerca del río Colville, se encuentra el yacimiento de Liscomb Bonebead, el depósito más prolífico de huesos de dinosaurio de todas las regiones polares de la Tierra. Pero a la política y a la economía no les suelen interesar estas cosas. En un horizonte próximo existen varios proyectos de perforación de pozos para extraer petróleo, que se llevarán a cabo si resultan económicamente viables.
La siguiente anécdota resta validez a los argumentos que defienden la seguridad de las modernas técnicas de perforación y extracción: En 2022, cuando nuestro piloto Kirk Sweetsir nos dejó en el pueblo de Kaktovik tras atravesar la cordillera Brooks, en el Refugio Nacional de Vida Silvestre del Ártico, tuvimos la oportunidad de charlar con el biólogo y policía Ken Paul. Entre otras muchas cosas, nos explicó que durante el pasado invierno un tanque con 20.000 galones de gasoil (sobre 76.000 litros) fue arrastrado por el viento, que en la costa ártica llega a superar los 200 km/h. La tubería que lo conectaba al suministro se rompió, desparramándose todo su contenido por la tundra. Al cabo de unos días, pasada la tormenta, con la ayuda de excavadoras levantaron todo el suelo contaminado que pudieron. Entonces surgió el problema de cómo deshacerse de esa enorme cantidad de tundra empapada en gasoil. Contactaron con una empresa afincada en Seattle que tenía un sistema de incineración específico para este tipo de desastres. El problema es que traer la máquina a Kaktovik costaba algo más de dos millones de dólares. Llevar a Seattle la tierra contaminada para su tratamiento costaba más o menos lo mismo. Debido al elevado coste que suponía cualquiera de las dos opciones, finalmente optaron por vallar una gran superficie de terreno y colocar en su interior toda esa mezcla de tierra, grava, hierba, turba y gasoil que previamente habían metido en multitud de sacos de plástico.
Esta solución no arregla nada, pues el suelo contaminado sigue ahí. Según Ken, la mejor opción sería vaciar los sacos y esperar a que el gasoil se evapore con el paso de los años. Sin duda, un vertido de petróleo crudo de varios millones de litros resultaría catastrófico para el entorno natural.

Voladizos de permafrost en el río Utukok, en NPR-A.
En nuestro último viaje por el Ártico de Alaska, Marta y yo hemos recorrido la zona especial Utukok River Uplands (zonas altas del río Utukok), el mayor ecosistema intacto de praderas que queda en Estados Unidos. Han sido 20 días y algo más de 360 kilómetros desde las proximidades del nacimiento del río Utukok en las montañas Delong, en las estribaciones de la Sierra de Brooks, hasta su desembocadura en la laguna Kasegaluk, junto al mar de Chukchi, en el océano Glacial Ártico. Hasta la fecha solo un puñado de personas han visitado este lugar debido a su difícil acceso. A lo largo de tres semanas hemos documentado esta vasta extensión de tierra con el propósito de poner énfasis en la importancia de preservar las últimas zonas sin humanizar que quedan en la Tierra, simplemente por su valor intrínseco.
El río se ensancha y se ramifica en múltiples brazos. El desnivel se reduce casi a 0, por lo que tenemos que palear constantemente para avanzar. Nos acercamos a la desembocadura del Utukok en el mar de Chukchi. Viramos al oeste y comenzamos a remar hacia la pequeña aldea de Point Lay, a unos 42 km de distancia. Nos queda un maratón. Las palas rozan con el lecho de la laguna, lo que ralentiza el avance de los packrafts. En realidad no es el lecho, sino una gruesa capa de hielo que no se funde hasta mediados de julio.
La laguna Kasegaluk, que tiene una profundidad de unos dos metros en toda su extensión, se congela completamente en invierno, formando una capa sólida de hielo. A finales de primavera, cuando los días se alargan y sube la temperatura, la lámina superior de la laguna comienza a descongelarse. Cuando los ríos llegan al océano, el agua dulce, más ligera, hunde el agua salada y más cálida de la superficie, que lentamente funde la capa inferior de hielo cerca de la costa. Así, hacia finales de junio la laguna tiene tres capas diferenciadas: la superior líquida, la intermedia helada y la inferior líquida.
A lo lejos vislumbramos una construcción rectangular de color naranja y decidimos parar un rato para aliviar el calor del sol y explorar la zona. La construcción resulta ser un contenedor metálico de unos doce metros de largo por tres de ancho habilitado como refugio para cazadores. En la chapa que recubre las paredes exteriores hay incontables orificios de bala, una suerte de diana para probar las armas. Está en muy mal estado, no creo que aguante en pie muchos años más.
Tras 20 días recorriendo paisajes impolutos, de repente nos encontramos con un refugio cochambroso, sucio y lleno de basura. Cientos de colillas tapizan el suelo de madera y los pocos muebles que quedan medio en pie. En el exterior hay botellas de plástico, latas de refrescos, restos oxidados de barriles de acero, lana de vidrio y enormes trozos de poliestireno expandido. Junto a la base del refugio yace un zorro rojo momificado, probablemente víctima de un cazador en busca de caribús, tutus, como los llaman aquí. Es evidente, allí donde llega el ser humano comienza la erosión de la naturaleza. Un contraste triste y desolador con los días pasados en medio de una naturaleza contundente y primigenia.
Junto a la playa vemos huellas frescas de un oso polar. Quizá sean de un oso grizzly, cuyo hábitat se extiende hasta la costa, pero no lo sabemos con seguridad. A diferencia de los grizzlies, los osos polares son casi exclusivamente carnívoros y muy peligrosos, sobre todo a finales de primavera y principios de verano, cuando tienen más hambre. Por ello, la idea de continuar hasta Point Lay y acampar en la tundra no resulta muy apetecible. Decidimos usar el comunicador satelital para preguntar a nuestro piloto si conoce a alguien en Point Lay que pueda recogernos. Al cabo de una media hora nos envía el número de teléfono del SAR (Search and Rescue) de Point Lay. Escribimos un mensaje para explicar la situación, y un tipo muy majo, Christopher, nos contesta que vendrán a buscarnos; con los osos polares es mejor no arriesgarse, dice.

Un refugio en decadencia rodeado de basura anuncia la proximidad de la primera aldea, después de casi tres semanas de viaje. En primer plano un zorro momificado, seguramente víctima de un cazador en busca de caribús.
Unas horas más tarde se oye el motor de una embarcación, el primer sonido artificial en los últimos 20 días. Leonard y Jack, los dos iñupiaq que han venido desde Point Lay, nos explican un montón de historias sobre su cultura y su pueblo. No parece extrañarles lo más mínimo la presencia de un oso polar ni la gran cantidad de basura que rodea el refugio-contenedor. Por lo visto lleva aquí plantado desde hace unos 50 años, y por algún motivo han dejado que se vaya destruyendo. No es para turistas, pues en Point Lay no hay turismo ni lo quieren, por lo que no existe ningún tipo de alojamiento. Es un refugio para la gente local, que viene durante los meses fríos para cazar caribús. Leonard nos dice que algún día tendrán que construir otro. Nos enseña orgulloso su nueva pistola con mirilla láser y linterna, mientras Jack, sentado en un taburete, fuma y tose sin parar. Ambos parecen grandes amigos del tabaco, la marihuana y otras sustancias tóxicas, a juzgar por el estado de sus pulmones y su dentadura.
Llegamos a Point Lay de un modo que no habíamos imaginado, a bordo de una lancha fueraborda más allá de la una de la madrugada. Las dos siguientes noches las pasamos en la peculiar oficina del SAR (Search and Rescue), que comparte espacio con un garaje caótico impregnado de un intenso olor a gasoil. La calefacción está a tope. Por doquier hay trastos inservibles, piezas de motos de nieve, herramientas viejas y nuevas, un ordenador con la pantalla encendida, un equipo de radio a todo volumen, dispositivos GPS, radiobalizas, walkie-talkies, trajes secos sin estrenar… Es un final abrupto y extraño para una aventura plagada de momentos inolvidables, imposibles de transmitir en toda su gloria a quien no los haya vivido.

A bordo de una lancha nos dirigimos a la aldea de Point Lay con Leonard y Jack. Nuestro tercer viaje por el Ártico de Alaska está a punto de acabar.
La época de oro de la exploración acabó a mediados del siglo XX: hollar la cima del Everest, encontrar el paso del Noroeste, circunnavegar el planeta, alcanzar el polo Sur… Fueron grandes hazañas que restarán por siempre en los anales de la historia. Sus protagonistas encontraban patrocinio en la realeza, en grandes empresas y en los bolsillos de adinerados comerciantes y filántropos. Asimismo, las conferencias que impartían los exploradores tras sus extraordinarios viajes a lugares ignotos les proporcionaban pingües beneficios.
En el siglo XXI ya hace tiempo que la Tierra está totalmente cartografiada; ahora no hay espacio para la fantasía, para el descubrimiento de nuevos lugares, de montañas más altas, de selvas misteriosas, de nuevas razas de humanos. La imprecisión poética del astrolabio, el sextante, la brújula y los mapas de papel ha dado paso a la fría exactitud del GPS y a la información universal que proporciona internet. No obstante, creemos que siempre habrá espacio para la aventura.
Los gobiernos nunca han financiado expediciones diseñadas únicamente para estudiar y salvaguardar los entornos naturales. La naturaleza no ayuda a ganar elecciones; de lo contrario los políticos prometerían muchas cosas relacionadas con el bienestar de los ecosistemas y con toda probabilidad la Tierra sería un planeta diferente.
A mediados del siglo XIX, los jefes indios Noah Sealth y Toro Sentado resumieron de forma simple y contundente la importancia de frenar la depredación del ser humano: “Solo cuando el último árbol esté muerto, el último río envenenado y el último animal muerto, nos daremos cuenta de que el dinero no se puede comer”.
Las películas de estas y otras aventuras se pueden ver en: https://indomitus.eu/nuestras-peliculas/
El documental de nuestro último viaje por el Ártico todavía no está editado ni tiene título (una opción que nos gusta es el título de este reportaje: Alaska salvaje. Entre el petróleo y la conservación). Lo que sí sabemos es que se estrenará durante el V festival INDOMITUS de cine de aventura, naturaleza y conservación, que se celebrará en abril de 2026 en Barcelona.

AGRADECIMIENTOS
Nuestro más sentido agradecimiento a todas las personas que habéis apoyado este proyecto a través de la campaña de micromecenazgo Alaska Salvaje, que publicamos en la plataforma Verkami. Sin vuestra ayuda habría sido mucho más complicado financiar esta aventura.
También, como no, muchísimas gracias a todo el equipo de Liofilizado & Co. por confiar en el proyecto de dos locos aventureros. Vuestro trato y vuestro compromiso han sido exquisitos.

NOTAS
1 Tussock: Grupo de especies de gramíneas de la familia Poaceae. Suelen crecer en matas formando montículos de hasta casi un metro de altura, cubriendo grandes extensiones en praderas y pastizales. Las raíces pueden alcanzar dos metros o más de profundidad, lo que contribuye a la estabilización de taludes, al control de la erosión y a la porosidad del suelo, facilitando la absorción del agua. Los tussocks son muy resistentes al fuego y proporcionan hábitat y alimento a insectos, aves y roedores. Son un incordio para caminar, pero sin ellos las praderas árticas no existirían tal como las conocemos.
2 Aufeis: Cuando llega el invierno los ríos comienzan a congelarse. Primero se forma una capa superficial de hielo que va aumentando de grosor a medida que desciende la temperatura, que en el ártico puede alcanzar los -50 ºC. El agua que circula por debajo de esta capa sale a la superficie a través de grietas y se congela. Poco a poco el canal por el que fluye el agua se estrecha, lo cual incrementa la presión y provoca el flujo de agua hacia el exterior, que se congela en cuestión de segundos. La acumulación sucesiva de láminas de hielo forma lo que se conoce como aufeis u overflow ice (hielo desbordante), que en algunos ríos alcanza más de cinco metros de grosor y cubre grandes extensiones.
3 Pingo: Colina circular u ovalada que se forma cuando la presión del agua helada subterránea empuja hacia arriba una capa de suelo helado. Los pingos pueden alcanzar unos 90 m de altura y tener un diámetro de más de 800 metros. El núcleo consiste en una masa de hielo compacto.
4 Termokarst: Lago de pequeño tamaño que se forma cuando una lámina de hielo subterránea se descongela. Los motivos son diversos, como periodos de calentamiento, fuego, temblores a causa de perforaciones o construcción de infraestructuras. Los termokarst adquieren forma ovalada en zonas donde el viento acostumbra a soplar en una dirección concreta.
5 Estructuras poligonales: Cuando llega el invierno el suelo se congela, y al reducirse la humedad se crean grietas de contracción térmica. En primavera el agua se introduce en las grietas, y a lo largo de miles de años se forman gruesas cuñas de hielo que separan y elevan la superficie de la tundra, creando crestas. Cuando sube la temperatura el hielo de las crestas se funde, lo que provoca su hundimiento y la formación de polígonos.
1 comentario en “Alaska salvaje. Entre el petróleo y la conservación”
Impaciente por el comienzo del Festival y vuestra charla de Alaska Salvaje, nos vemos pronto.
Salut