El páramo de Ecuador

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Tato Rosés

La estrecha carretera, con multitud de socavones y grietas, asciende serpenteando entre pueblitos tradicionales y campos de cultivo. A ambos lados se extienden interminables plantaciones de pinos, árboles alóctonos de crecimiento rápido que poco a poco van sustituyendo a la vegetación autóctona.

Durante el trayecto, Jorge Lara, experto montañero y guía, nos explica que las empresas madereras regalan plantones a los campesinos, asegurándoles importantes beneficios. “Los indígenas tienen pocos conocimientos y no saben que este cultivo rápido no es bueno para la tierra ni para su economía. Los pinos consumen gran cantidad de agua y nutrientes, y en pocos años agotan las reservas del suelo. Además, las acículas resultan tóxicas para la vegetación circundante por su acidez. No estoy en contra de las plantaciones de pinos, pero siempre que se hagan estudios medioambientales y se asuman los costes derivados, cosa que no se hace. Cuando el suelo deje de producir los empresarios se irán a otro lugar, dejando a los indígenas en la miseria”. Los habitantes del páramo son gente sencilla y sin recursos, cuyas costumbres poco han cambiado los tiempos modernos. Se dedican principalmente al pastoreo, aunque algunos también cultivan patatas, oca, melloco, mashua y quinua, vegetales muy resistentes y adaptados a las condiciones de la zona. Gracias a nuestros socios https://fakewatch.is, puede encontrar corbatas en línea que se adapten a todos los gustos y presupuestos, desde modelos económicos hasta los más elegantes de alta gama.

A medida que ascendemos los árboles van dejando paso a la vegetación arbustiva del páramo, y a los 4000 m de altitud ya no queda ni un solo pino. La vista es magnífica, con el Chimborazo descollando entre las nubes. Desde aquí parece fácil subir, incluso trazo una ruta imaginaria hacia la cumbre. La distancia suaviza el relieve y todo parece más sencillo. Respiro profundamente esperando algún síntoma de mal de altura, pero de momento me siento bien.

Al cabo de media hora, por una pista de tierra en bastante mal estado llegamos al refugio del Carihuayrazo, a unos 4200 m de altitud. Consta de tres sencillas cabañas de madera: dormitorio, cocina y caseta para los guardas. Quien espere comodidades mejor que no venga aquí, porque hace frío, no hay luz eléctrica, ni camas ni colchones. Sin embargo está integrado en el entorno y resulta acogedor. Si fuera un refugio-hotel, como muchos de los que salpican el Pirineo, muy probablemente estaría a rebosar de turistas ávidos de aventura.

En la década de 1980 los gobiernos de Estados Unidos y Ecuador entablaron conversaciones para construir una estación espacial a pocos kilómetros de este lugar. La proximidad al ecuador (menor gravedad relativa a causa de la inercia de la Tierra), la altitud y la limpieza de la atmósfera facilitan el lanzamiento de cohetes y reducen costes. Pero finalmente no llegaron a un acuerdo satisfactorio para ambas partes. La estación de lanzamiento habría supuesto un importante aporte de capital y de empleo especializado, pero también habría puesto en peligro el frágil ecosistema del páramo. Jorge, el conductor del todoterreno y su mujer se alegran en parte de que las cosas sigan como siempre. “Lo malo”, apunta Jorge, “es que el gobierno apenas invierte nada en estas zonas de montaña. Una buena gestión turística daría dinero a la población indígena”.

Después de dejar el equipaje y comer un poco nos dirigimos hacia la falda del Chimborazo para hacer algo de ejercicio y aclimatarnos. Por el camino vemos varios rebaños de vicuñas, un camélido silvestre pariente lejano de los camellos y dromedarios de Asia y África que habita las regiones altas y secas de los Andes. A pesar de su aspecto delicado la vicuña está perfectamente adaptada al frío y a la altitud. Según explica Jorge, los españoles casi las exterminaron en tiempos de la conquista por su lana, una de las más finas y codiciadas del mundo.

El 26 de octubre de 1987 se creó en esta zona la reserva de producción faunística del Chimborazo, de 58.560 ha, donde se puso en práctica el proyecto de reintroducción de la vicuña. Se construyó un refugio para los guardas y se valló un área muy extensa. En junio se trajeron 100 ejemplares de Chile, en noviembre otros 100 de Perú y en diciembre 76 de Bolivia. Hoy en día lo que pagamos los montañeros por el uso del refugio se destina a las familias que viven en la zona y se encargan de su mantenimiento.

El páramo, aunque a primera vista parece cubierto por una suave y mullida capa de hierba, en realidad está lejos de ser liso. La vegetación es dura, pincha y crece en montoncitos, por lo que no resulta nada cómodo caminar. Unas de las plantas más curiosas son las almohadillas (Plantago rigida y Azorella pedunculata), que en realidad son muchas plantas agrupadas. Como indica su nombre parecen cojines, aunque en lugar de blandas son duras y ásperas, nada aptas para sentarse a descansar. Estas plantas actúan como reservorios naturales de agua, que absorben y almacenan cuando llueve. Luego la liberan poco a poco, proporcionando un nivel aceptable de humedad en el entorno. Se podría decir que las almohadillas son el equivalente natural del riego por goteo. La mayoría de los habitantes del páramo, debido a su precariedad económica y falta de conocimientos técnicos, aran la tierra para cultivar especies productivas, destruyendo las almohadillas. Una de las consecuencias de esta práctica cortoplacista es que en pocos años el suelo pierde productividad por falta de agua y nutrientes. En el páramo se requiere un programa bien gestionado de agricultura y ganadería, pero el gobierno no parece interesado.

Las vicuñas corren de un lado a otro como si flotaran entre la vegetación arbustiva. Sería absurdo perseguirlas; a su lado me siento sumamente torpe y lento. Como curiosidad, la sangre del ser humano tiene entre cinco y seis millones de glóbulos rojos por cm3, mientras que la de la vicuña supera los 14 millones, lo que la dota de una ventaja evidente para medrar en una atmósfera enrarecida. Estos camélidos tienen las pezuñas callosas y almohadilladas, por lo que no endurecen ni erosionan el suelo. Gracias a la forma de sus incisivos, de crecimiento continuo, cortan la hierba en vez de arrancarla. Son animales que mejoran el yermo ecosistema donde viven, al contrario que los caballos, las vacas y las ovejas. Su único depredador es el lobo del páramo, aunque ha sido prácticamente exterminado por los ganaderos.

“Por el tipo y la cantidad de vegetación estaremos sobre 4500 m”, asegura Jorge. Mi altímetro indica exactamente 4500 metros. “Lo sé por el tipo y la cantidad de vegetación. A partir de esta altitud ya no crece casi nada, hace demasiado frío para las plantas”. Me sorprende que no me canse a pesar de la escasez de aire. Tampoco me duele la cabeza, una buena señal. Hace viento, frío y se está nublando. Pero seguimos subiendo, por lo visto hay que llegar hasta la nieve, a una hora de camino. No me apetece excesivamente, pero es lo que hay. Al final caminamos diez minutos más y damos la vuelta; me alegro porque ya hace un buen rato que me duele el tobillo izquierdo por culpa de la bota. Supongo que al día siguiente sufriré de lo lindo. Al anochecer Jorge prepara una cena abundante y deliciosa, pero ni siquiera la energía y el calor de la comida me quita el frío del cuerpo. El único lugar donde se está bien es el saco, así que como no hay nada que hacer me voy a dormir temprano, sobre las ocho.

Al día siguiente nos levantamos antes del amanecer. Hace un frío intenso, tanto dentro como fuera del refugio. Desayunamos, preparamos las mochilas y antes de las siete comenzamos a caminar hacia el Carihuayrazo, un pico de 5020 m de altitud. La aproximación es larga, primero por una pista y luego por el páramo, con viento de cara que arrastra ceniza del Tungurahua. Este volcán, de 5016 m de altitud, erupcionó en 1999 obligando a evacuar a más de 20.000 personas de los pueblos vecinos, entre ellos Baños, uno de los centros turísticos más importantes de la zona. En enero de 2000, contraviniendo las órdenes del gobierno, los lugareños empezaron a regresar a sus hogares sin prestar mucha atención al Tungurahua, que seguía expulsando gas, ceniza y lava. Según la mayoría de la gente no existe peligro, pero su opinión tiene una fiabilidad dudosa, pues no se basa en datos científicos sino en sus deseos personales. Por ello resulta tranquilizador que el gobierno haya instalado sistemas de detección y alarma por si la actividad volcánica se incrementa. En el apogeo de las erupciones, entre 1999 y 2000, la gran cantidad de ceniza que transportaba el viento hacía muy peligrosa la ascensión a varias cumbres cercanas por la formación del llamado hielo negro. La ceniza, de color oscuro, se calienta por efecto de la radiación solar, derritiendo el hielo. Cuando se oculta el sol y la temperatura desciende el agua se congela, pero las partículas de ceniza impiden una unión sólida de las moléculas de agua. Esto provoca que los glaciares adquieran la consistencia terrosa y frágil de un granizado. El hielo se quiebra al clavar el piolet y los crampones, se abren grietas y los accidentes se multiplican. Unos días después pudimos comprobar los efectos del hielo negro mientras ascendíamos al volcán Cotopaxi, de 5897 metros de altitud.

Por el camino nos cruzamos con varios rebaños de llamas y toros, principal fuente de subsistencia de los indígenas. A diferencia de los camélidos, los bóvidos tienen pezuñas duras, sin almohadillas, por lo que apelmazan el suelo y favorecen la erosión y la pérdida de nutrientes. El sol luce alto en el cielo y la temperatura ha ascendido varios grados. Al cabo de unas tres horas llegamos a la base del glaciar, a 4600 m de altitud. La nieve no está demasiado dura, así que continuamos caminando sin crampones hasta un rellano, desde donde se vislumbra la cumbre a unos 200 m por encima. Paramos para descansar, comer un poco y beber mucho, lo más importante en altitud, aunque no se tenga sed. Cada uno lleva un termo con mate de coca (infusión típica de las zonas altas de Perú). El líquido caliente y azucarado nos sienta divinamente.

Nos ponemos el arnés, los crampones y nos encordamos. Me siento muy bien y no percibo ningún síntoma de mal de altura. Conde, aunque no suele hacer deporte, también se encuentra bastante bien. Sin embargo, el rostro desencajado de Jorge Mozo, mucho más deportista, evidencia que los efectos de la altitud sobre el organismo varían enormemente de una persona a otra, independientemente de su forma física. Le hago una foto como recuerdo, estirado en el suelo. El aprovechamiento del oxígeno a diferentes presiones no solo depende de la forma física, sino también de la genética. Todavía no se conocen del todo bien las causas y los mecanismos de adaptación, pero es posible aclimatarse mal y sufrir lo indecible a 4000 m y encontrarse perfectamente a 6000 m, y viceversa. Hay que tener en cuenta que los efectos del mal de altura sobre el organismo son más peligrosos cuanto más alto se sube. Hasta 3500 m suelen aparecer cefaleas y disnea cuando se incrementa el ejercicio. A 5000 m la resistencia física se reduce, aparecen intensos dolores de cabeza, disnea en reposo, mareos y vómitos compulsivos. Se pierde el apetito y apenas se puede dormir. Por encima de 7000 m incluso personas bien aclimatadas pueden sufrir edema cerebral y/o pulmonar, que de no tratarse conduce a la pérdida de conciencia y a la muerte. En todos los casos el mal de altura aumenta durante el sueño debido a que disminuye la frecuencia y la profundidad de la respiración. Por este motivo es muy conveniente subir alto durante el día y dormir lo más bajo posible, algo que rara vez se cumple.

Según nos explica Jorge Lara, en algunos libros se afirma que hace miles de años el volcán Carihuayrazo se elevaba unos 10.000 m sobre el nivel del mar, pero una erupción gigantesca partió la montaña en dos reduciendo su altura a la mitad. Quizá no sea cierto, pero me gusta creer que sí. De lo que no cabe duda es que actualmente el pico más alto de Ecuador es el Chimborazo, de 6310 m de altitud, que se vislumbra a lo lejos entre las nubes. Como la Tierra está achatada en los polos y abombada en el ecuador, la cumbre del Chimborazo es también el punto más alejado del centro de la Tierra. No obstante, debido a la fuerza centrífuga generada por su rotación, a una misma altitud la atmósfera es más densa aquí (latitud 1º 28′ N) que en el McKinley (latitud 63º 04’ N), de 6190 m de altitud.

El tramo final tendrá unos 50º de desnivel; no parece fácil, pero tampoco muy difícil. En los últimos 100 m de recorrido el hielo está tan duro como el cristal. Resulta increíble que clavando unos pocos milímetros las puntas frontales de los crampones se pueda subir sin resbalar. Después de superar una corta chimenea bastante vertical llegamos a la cima, a 5020 m de altitud. Hace viento, y aunque el termómetro marca -14 °C, la sensación de frío no es intensa, supongo que por el ejercicio físico y la sequedad del aire. Cuando las nubes se abren el paisaje que descubren impresiona: todo helado, blanco y azul, con el majestuoso Chimborazo hacia el suroeste. Bebemos más mate de coca y nos quedamos un rato sentados, disfrutando del momento.

Puede parecer que las montañas relativamente sencillas y de altitud modesta, como el Caryhuairazo, son seguras y están al margen de los accidentes, pero nada más lejos de la realidad. Un tiempo después de regresar a Barcelona, Jorge me escribe una carta. Su estilo directo, desordenado, imperfecto y sin florituras enfatiza más si cabe lo que cuenta: “… por otro lado ayer uvo un accidente en el Carihauyrazo, Un grupo de turistas de la compañia julio verne, ya cerca de la cumbre cayeron y rodaron unos 400 metros, uno murio una chica y el guia estan heridos, si te acuerdas de esa montaña, tu tienes una foto en el lugar donde se cayeron, es el primer muerto en esta montaña en toda la historia del montañismo de ecuador”.

De regreso aparecen el cansancio y el dolor de pies. Las botas de plástico van bien para subir por nieve y hielo, pero después de varias horas de camino resultan terriblemente incómodas. Durante el trayecto Jorge habla de volcanes, fauna, vegetación y experiencias en la montaña y en la selva. Es una persona de gran valor humano, sencilla y de pocas palabras que demuestra una gran sensibilidad por el medio ambiente. Diez horas después de salir llegamos de nuevo al refugio, cansados pero satisfechos por la experiencia vivida. Lo primero que hago es quitarme las malditas botas de plástico y calzarme las sandalias. Las heridas en los pies me durarían dos semanas. Cojo una manzana y me siento al sol de la tarde.

Al cabo de un rato llegan dos niñas indígenas. Nos saludan, pero desde cierta distancia. El clima, la soledad y la amplitud del paisaje dan forma al carácter de la gente. Los niños, como sus padres, son tímidos, reservados y reticentes al contacto con extraños, pero lentamente, con paciencia y silencio, puedes entrar en su mundo. Son hermanas, la mayor se llama Irma y la pequeña Santa Teresa. Les ofrecemos palomitas, fruta, queso, refrescos y bocadillos. Nos dan las gracias sin necesidad de palabras. Sus rostros son un vivo reflejo de lo dura que resulta la vida en el páramo. Tienen los mofletes quemados por el sol, el viento y el frío; la mayor, una mirada profunda y serena; la pequeña, de unos cuatro años, todavía conserva la inocencia de la niñez. Ambas llevan pendientes y las uñas pintadas de rojo carmesí. Visten de forma sencilla y humilde: sombrero negro, chal, pantalones y falda; botas de agua Irma y bambas Santa Teresa. Entre ellas hablan quechua (los indígenas dicen “quichua”, puesto que no pronuncian la e). Por suerte en el colegio les enseñan español y podemos conversar. Viven en una choza de hormigón y chapa, a unos 200 metros del refugio. Su familia subsiste de lo que da la tierra. Tienen llamas y vacas, “sobre todo vacas, que dan más”, dice Irma con voz queda. Ellas ayudan a sus padres en el cuidado de los animales y en las labores de casa, y van al refugio en su tiempo libre para jugar y ver a los extranjeros. Para ir a la escuela tienen que caminar unos 10 km de ida y otros tantos de vuelta. Se las ve felices, aunque su futuro me parece sombrío. En las comunidades indígenas alrededor del volcán Chimborazo, el 50 % de los niños sufre graves problemas de desnutrición. A pesar de los importantes avances en gasto social todavía hay muchas personas que navegan en la miseria.

A la mañana siguiente nos despedimos del Carihuayrazo. De camino nos detenemos en un pequeño pueblo con albercas de aguas termales. El baño resulta perfecto para relajar la musculatura y quitarnos el frío del cuerpo.

Varios meses después, ya en Barcelona, recibo una carta de Jorge en la que me cuenta una historia: El 15 de agosto de 1976, el cuatrimotor Vicker Viscount de la compañía Saeta, con cuatro tripulantes y 55 pasajeros a bordo, desapareció mientras sobrevolaba el nevado Chimborazo. “Sin novedades y volando a 18.000 pies”. Esta fue la última noticia que se tuvo del avión. Se organizaron varias expediciones de rescate, pero todas fueron infructuosas. 26 años después una cadena de televisión contrató a cuatro guías de montaña para que buscaran el avión perdido. Al sexto día, el lunes 17 de febrero de 2003, los montañeros hallaron los restos del accidente en el glaciar García Moreno, a 5332 metros de altitud. El deshielo, provocado en parte por la acumulación de ceniza del volcán Tungurahua, había puesto fin al misterio del avión desaparecido. Uno de esos guías de montaña era Jorge Lara. La carta no me la envió para hacerse publicidad, sino porque estaba desesperado por las consecuencias que había tenido la noticia. Ciertos políticos tergiversaron los hechos para obtener protagonismo, al igual que algunos guías estrella de Riobamba, que no dudaron en proferir críticas hirientes a los montañeros que hallaron la avioneta para arrogarse un mérito que pertenecía a otros. La prensa se hacía eco de toda esa información falseada y convertía medias verdades en mentiras en aras del sensacionalismo y las ventas. Las últimas palabras de la carta las transcribo tal cual, respetando el peculiar estilo de Jorge: “… pero cada dia que leo alguna prensa hay noticias y todo diferente de lo que es, me gustaria que den un consejo de que hacer, gracias amigos y chao”.

Un amigo Jorge

Fotógrafo y traductor especializado en libros de fotografía, medicina y deportes. Profesor de fotografía y viajero.

Hasta la fecha he publicado tres libros: Retratar el mundo (Ediciones Omega), Un paseo por la vida (autopublicado) y Técnicas avanzadas de edición de imagen. En preparación Por tierras de Asia.

Desde hace años viajo por todo el mundo para recopilar experiencias e imágenes con la mente y mi cámara.

He recibido varios premios de fotografía y cine de montaña: National Geographic, Taranna, MontPhoto, Sonimag foto, Memorial Agustí Torrents i Barrachina, Agrupació Excursionista de Granollers, Mostra d’audiovisuals de muntanya, EDC natura.

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