Tato Rosés
Pamir de Tayikistán
- Fecha del viaje: Junio de 2011
- Duración: 30 días
- Participantes: Paty Zühr y Tato Rosés
- Texto y fotografías: Tato Rosés
Año 2011. Hace más de diez años que soñaba con recorrer el Pamir de Tayikistán en bicicleta, pero siempre surgía algún imprevisto que me lo impedía. No obstante, es justo reconocer que a veces el temor a lo desconocido actúa como un poderoso freno para hacer aquello que ansiamos. Finalmente, un buen día de 2011 recibí en mi casa dos pasaportes con sendos visados. Todavía no me hacía a la idea, pero en pocos días Paty y yo estaríamos pedaleando por tierras de Asia Central, cuna de extraordinarios viajes de exploración, muchos de los cuales prácticamente nadie conoce.
Puertos de montaña de más de 4000 metros de altitud, lagos solitarios, caudalosos ríos y vastas extensiones de tierra sin presencia humana. Un viaje en el tiempo que nos transporta a las intrigas estratégicas del Gran Juego, cuando el imperio británico y Rusia luchaban por el control de Asia Central.
El centro de Dushanbe, presidido por la imponente estatua de Ismail Samani, el emir samánida de Transoxania y el Gran Jorasán, guarda semejanzas con el de una ciudad europea. Elegantes edificios, modernos bazares de estilo soviético, avenidas y parques con bonitas fuentes. Pero esto es solo un espejismo, una burbuja de mal gusto que alberga y aísla el poder y la riqueza y pone de relieve las enormes diferencias de desarrollo entre la capital y el campo en uno de los países más pobres del mundo.
Después de la destrucción del emirato de Bujara en agosto de 1920, las autoridades soviéticas comenzaron a dibujar el nuevo mapa de Asia Central. En 1924 nació la República Soviética Socialista Uzbeka, formada por Uzbekistán y Tayikistán. Los materiales de construcción tradicionales no encajaban con la visión soviética de la nueva Dushanbe. Todo tenía que ser grandioso y moderno. Cada lámina de vidrio, cada viga de madera y cada pieza de metal, incluso los clavos, se trajeron de la Unión Soviética. La mayor parte de la madera procedía de los bosques de Siberia, a miles de kilómetros de distancia. Todo lo que se necesitaba se transportó en trenes de vapor hasta la frontera con Afganistán, y desde allí se cargó en camellos hasta Dushanbe. Guardias del Ejército Rojo custodiaban las caravanas para protegerlas del ataque de los bandidos. Un gasto extraordinario en línea con los aires de grandeza del gobierno soviético. En 1929 se inauguró la primera línea férrea del país, el mismo año en que nació Tayikistán como República Socialista. Para conmemorar la ocasión Dushanbe se rebautizó como Stalinabad, aunque en 1961 volvió a recuperar su nombre original.
Al poco de salir de Dushanbe nos da el alto un policía. Ya está, seguro que hay algo mal en el coche, pienso. El policía revisa los papeles sin demasiado entusiasmo, mira al conductor y este le tiende un billete de cinco somonis. Los problemas se solucionan en el acto. A los 15 minutos otra parada de cortesía. Conductor y policía se dan la mano y se abrazan, el primero desliza otro billete mágico y continuamos hasta la siguiente parada.
El viaje entre Dushanbe y Khorog, de unas 22 horas de duración, me introduce en la idiosincrasia de un país corrompido hasta sus cimientos. El puesto de policía no requiere necesariamente exámenes ni conocimientos de ningún tipo, solo pagar unos 5000 dólares. Ser ministro o directivo de una gran empresa ya son palabras mayores: a cambio de unas cuantas decenas de miles de dólares te puedes sentar en la cúpula del poder y disfrutar de libertad absoluta para cobrar comisiones a destajo.
Pasan las horas y poco a poco nos adentramos en la Edad Media. En pocos kilómetros retrocedemos varias generaciones. Nos detenemos en un humilde campamento con varias chabolas de adobe, piedra y tela junto a la pista. Una chica tayika que nos acompaña en el coche compra a un niño una bolsa llena de bolitas blancas. Me ofrece una, y sin pensar me la meto en la boca y mastico. Un sabor acre, intenso y profundamente desagradable me obliga a escupir aquella porquería, mientras ella la saborea con deleite. Supongo que estaría medio atontado por llevar tantas horas sin dormir, pues pensaba que era una bola de coco. ¿Pero cómo podía haber coco en este lugar? Paty rechaza amablemente el ofrecimiento de la chica. Más tarde descubro que se trataba de una “exquisita” bola de kurut (queso secado al sol, con polvo y pelo de regalo). Según ellos es un remedio excelente para el mal de altura, pero yo tengo serias dudas sobre su eficacia.
Bien entrada la noche, aprovechando una breve parada, salgo del coche para estirar las piernas y comprar algo de comer en una especie de tienda. Alzo la vista y veo en el cielo un eclipse total de Luna. La ausencia de contaminación lumínica me permite apreciar las estrellas con increíble nitidez, como si estuvieran más cerca de la Tierra. El cielo negro, la Luna rojo fuego. Algo tan simple que ahora es casi imposible de observar en un mundo superpoblado y lleno de luz artificial.
Cada sábado, a unos cuatro kilómetros de Ishkashim, en el valle de Wakhan, se abre la frontera con Afganistán para celebrar el mercado semanal, donde afganos y tayikos venden y compran todo tipo de productos. El misterio y el exotismo de la antigua Ruta de la seda han dado paso a un comercio adaptado a las necesidades de la gente en el siglo XXI, o mejor dicho, a las imposiciones del mercado chino. En el bazar se mezclan productos tradicionales de factura artesanal con otros, cada vez más numerosos, de dudosa calidad procedentes de China. Una miscelánea caleidoscópica de personas con diferentes costumbres y creencias religiosas se dan cita en esta polvorienta y ventosa explanada. Unas mujeres con la cara descubierta y vestidas con tejanos y chaqueta, otras con chadrí y otras con burka de diferentes colores; unos hombres y niños con pantalones y chaqueta, otros vestidos con la ropa tradicional afgana, kirguiz o tayika, unos con topi, turbante o gorro, otros sin ningún tipo de prenda sobre la cabeza. Aprovechamos la oportunidad para comprar unos recuerdos, Paty un pañuelo y yo un topi, la gorra de lana típica del Hindu Kush, muy habitual en las zonas rurales de Pakistán, Afganistán y Tayikistán.
Un hombre me ofrece una tarjeta con su nombre y teléfono móvil por si nos apetece recorrer la franja montañosa de Afganistán. Ganas no faltan, pero ahora nos espera otro tipo de viaje. Me llama la atención un afgano que empuja un carro cargado con multitud de cosas. Le hago una foto y me saluda. Nunca había dado la mano a una persona con la piel tan áspera y dura. Me fijo en que tiene las uñas pintadas de naranja pálido, igual que el pelo de algunas mujeres y la barba de algunos hombres, que usan jena para teñirse temporalmente. Un militar me avisa de que no se pueden hacer fotos, así que a partir de ahora vigilo que no haya ninguno mirando, no vayan a confiscarme la cámara o a obligarme a borrar todas las fotos.
En el corredor de Wakhan las infraestructuras son muy precarias o inexistentes. Los medios de transporte más habituales son el burro y el caballo, aunque por los caminos más difíciles -angostas sendas talladas en la roca y pasarelas de troncos y ramas- solo se puede transitar a pie. Estos caminos vertiginosos siguen siendo los mismos que encontraron los exploradores británicos y rusos a finales del siglo XIX. Ciertas cosas no han cambiado mucho durante el último siglo. En estas tierras sin ley algunos emires afganos ordenaban asediar, esclavizar y robar a los campesinos tayikos. Según relata el capitán Ralph Cobbold, que recorrió el Pamir entre 1897 y 1898, cuando los afganos abandonaban los valles a lo largo del río Oxus no quedaba ninguna mujer tayika virgen. Para librarse de la opresión afgana muchos pueblos rogaban a los oficiales y exploradores rusos que los acogieran bajo la bondadosa protección del todopoderoso zar Nicolás II. Los tayikos suponían que bajo el yugo de Rusia los afganos no se atreverían a atacarlos y robarles sus pertenecías.
En aquel entonces a Nicolás II le quedaba poco para desaparecer. Las manipulaciones de sus tíos y el Káiser Guillermo de Alemania, la estrecha amistad de la zarina Alexandra con el ladino Grigori Yefimovich Rasputín y el desastre de la Primera Guerra Mundial precipitaron el trágico desenlace de los Románov, sellado por la negativa de asilo de Inglaterra y Francia. La Rusia zarista no iba a tardar mucho en convertirse en la Unión Soviética. El 20 de marzo de 1917, Nicolás II abdicó en Kérenski. En octubre triunfó la Segunda Revolución rusa y los bolcheviques de Lenin derrocaron al gobierno moderado de Kérenski. El 16 de julio el Sóviet de los Urales ordenó a un escuadrón de la Cheka borrar del mapa a la familia Románov. Bajo el pretexto de que se los iba a trasladar por su seguridad fueron conducidos a una habitación de la planta baja, forrada de madera para que las balas no rebotaran. Yákov Yurovski, el jefe del escuadrón, se reservó el placer de disparar a Nicolái y a su esposa Alexandra. El resto de los asesinos dispararon a las hijas, y luego, viendo que no habían muerto (las piedras preciosas que habían cosido en el interior de sus vestidos frenaron y desviaron algo las balas), las atravesaron con sus bayonetas. El niño, Alexei, sobrevivió a la primera descarga y fue rematado por Yurovski con dos tiros en la cabeza. Según el relato de Piotr Yermakov, “… cuando sacamos los cuerpos para cargarlos en el camión que esperaba fuera, una o más muchachas empezaron a llorar y las rematamos a golpes en la cabeza”.
El imperio comunista de los sóviets, iniciado por Vladimir Ilyich Lenin en 1922, lideró una época trágica para el pueblo tayiko. Algunos de los exploradores rusos más sobresalientes del Pamir, como el coronel Bronislav Ludwigovich Grombchevsky, cayeron en desgracia tras la muerte del zar y acabaron sus días en la miseria o en los temibles gulags de la nueva Unión Soviética. Otros muchos se diluyeron en el caprichoso filtro de la historia. El valor y la determinación de Alexei Pavlovich y Olga Alexandrovna Fedchenko, y sus importantes contribuciones científicas, deberían figurar en todos los libros de historia, pero hoy casi nadie sabe de su existencia. El glaciar de montaña más largo del mundo (77 km), situado en Tayikistán, fue bautizado con el nombre de Fedchenko por el científico Vasily Fedorovich Oshanin; un bello homenaje a estos dos grandes exploradores.
Entre 1917 y 1930 más de medio millón de tayikos cruzaron el río Oxus hacia Afganistán para escapar de las guerras, las hambrunas y la opresión política de los sóviets. Según relata Gul Muhamad en un artículo de Monica Whitlock, “Los rusos nos robaron nuestras casas y nuestras tierras. No tuvimos más remedio que marchar. Entonces yo tenía cinco o seis años. Con varias pieles de vaca los mayores construyeron una balsa, y por la noche cruzamos el río. Cuando salió el Lucero del alba ya estábamos en Afganistán”.
En 1979 los tanques soviéticos cruzaron el río Oxus hacia Afganistán. Una vez más los migrantes tayikos tuvieron que dejar sus casas y huir de los bombardeos enemigos. Muchos se dirigieron a Pakistán, donde se establecieron en campos de refugiados junto a cientos de miles de afganos. En junio de 1984, en el campo de refugiados Nasir Bagh, cerca de la ciudad fronteriza de Peshawar, el fotógrafo Steve McCurry inmortalizó en un emotivo retrato a Sharbat Gula, la “Niña afgana”. Un año después, las páginas de National Geographic dieron a conocer al gran público uno de los muchos desastres humanitarios que deberían avergonzar al mundo.
Años más tarde algunos refugiados regresaron de nuevo a Afganistán, solo para volver a huir cuando los talibanes se hicieron con el poder en 1996. Muy pocos tayikos regresaron a su tierra natal. Uno de ellos fue Nurullah, amigo de Gul Muhamad. Tenía tres años cuando cruzó el río Oxus y era un anciano el día que volvió a pisar Tayikistán tras la caída de la Unión Soviética. “Fue maravilloso, incluso el heno parecía de oro”, recuerda.
El viento incesante satura el aire con un polvo muy fino que enturbia el paisaje y se cuela por todas partes: boca, ojos, nariz, orejas. Las montañas son impresionantes, pero no podemos apreciarlas en todo su esplendor. Por lo visto, a principios del verano siempre sopla este fastidioso viento cargado pequeñísimas partículas de arena. Por la tarde, tras muchos kilómetros pedaleando nos cruzamos con una chica que nos saluda y tímidamente nos hace señas para que la sigamos a su casa. Después de largas horas sobre la bicicleta agradecemos el sabor de una taza de té acompañada de nan (torta de pan sin levadura). Junto con el pan también masticamos polvo, pero es tan fino que no molesta. También nos ofrece leche agria, kéfir y shir choi (una mezcla de té con sal, leche y mantequilla), nada, nada bueno. Me recuerda al té tibetano, que tuve la “fortuna” de probar en el monasterio de Gari Gompa (Tíbet) unos años atrás. Para Paty es una experiencia nueva que no olvidará fácilmente.
Anisa, de 18 años, nos presenta a su hermana pequeña, su madre, su tía y su abuela. Ninguna de ellas habla inglés. La madre nos enseña fotos de familia en Khorog (capital del Pamir) y Dushanbe (capital del país), lugares que para ellos son remotos y de difícil acceso. En las zonas rurales la gente casi nunca se mueve de su tierra. Anisa tiene suerte y puede estudiar en Khorog, aunque ansía ir a Dushanbe, la gran metrópolis llena de oportunidades. En los pueblos y las aldeas del Pamir no hay agua corriente. El agua se recoge de un riachuelo o se bombea de un pequeño pozo artesanal. La electricidad es un lujo muy escaso del que pocos disfrutan. En la mayoría de las casas las noches se iluminan con una lámpara de aceite.
El hogar pamiri (chid, en lengua shughni), con elementos de origen ario y budista, tiene un gran simbolismo religioso y filosófico. Su historia se remonta 2500 años atrás. La luz del exterior penetra a través de unas ventanas muy pequeñas y una claraboya (chorkhona) dividida en cuatro partes que simbolizan los cuatro elementos fundamentales: tierra, agua, aire y fuego. La estancia principal, tapizada con alfombras y mantas, tiene cinco pilares que representan a los cinco miembros de la familia de Ali, yerno de Mahoma (Fátima, Mohamed, Hasan, Husayn y el propio Ali), y también a las cinco deidades del zoroastrismo, religión originaria de la antigua Persia, muy anterior al cristianismo y al islam. El número cinco también hace referencia a los cinco principios fundamentales del islam.
Después del colapso de la Unión Soviética en 1991, Tayikistán se convirtió de golpe en un estado independiente y desestructurado. La gente se vio forzada a enfrentarse al derrumbe de la economía, hasta entonces bajo la protección de Moscú. En la actualidad casi todas las infraestructuras del país, en un estado lamentable, proceden de la época soviética. La guerra civil, que se libró entre 1992 y 1996, sumió a Tayikistán en la miseria y el olvido. Hoy es uno de los países más pobres del mundo, pero con un índice de alfabetización cercano al 100 %.
Al día siguiente, después de un copioso desayuno a base de té y una sopa espesa de cereales, nos despedimos de Anisa y su familia y continuamos nuestro viaje hacia el este. De camino nos cruzamos con un hombre en bicicleta vestido con pantalones de traje y chaqueta, que como muchos otros usa este medio de transporte para desplazarse de una aldea a otra o para visitar santuarios (mazar) y lugares dedicados a hombres santos (oston). Los santuarios se pueden identificar por la presencia de piedras sagradas y cornamentas de argalí de Marco Polo (Ovis ammon polii), símbolo de pureza en las tradiciones religiosas aria y zoroastriana. En las subidas, a veces de varios kilómetros, se baja y empuja, pues la ausencia de marchas en la bicicleta no le permite superar pendientes pronunciadas. Otros se desplazan en burro o a caballo, y muy pocos en coche o camión. Hacia el sur se extienden las escarpadas e ignotas montañas del vecino Afganistán. No hay pistas ni caminos, quizá algún sendero invisible rara vez transitado.
Nuestra aventura por el Pamir, por muy dura y apasionante que sea, es incomparable con las expediciones de rusos, británicos, turcos y alemanes en un pasado no tan lejano. Las penalidades que sufrieron ridiculizan a las de cualquier aventurero moderno, entre otras cosas porque en la mayoría de los casos aquellos desdichados hombres no emprendían sus viajes por el placer de conocer otros mundos y otras costumbres, sino obligados por sus gobiernos, casi siempre en aras de la conquista o el control de nuevos territorios. Las imponentes montañas del corredor de Wakhan, una estrecha franja de tierra que ingleses y rusos ofrecieron a Afganistán para evitar conflictos entre la India británica y la Rusia zarista, son un excelente marco para la siguiente historia:
Año 1839. A finales de otoño, 5200 hombres y 10.000 camellos emprendieron un largo viaje entre Oremburgo y Jiva, 1600 kilómetros al sur. El ejército ruso pretendía atravesar la estepa de Asia Central para frenar el avance del imperio británico hacia el norte del río Oxus, aunque oficialmente su propósito era liberar a los varios miles de esclavos rusos que los traficantes turcomanos habían vendido a Nadir Shah, khan de Jiva. El tráfico de esclavos era una práctica tan común que en ocasiones un hombre se veía obligado a comprar a su mujer a un traficante, que previamente la había secuestrado para venderla en uno de los muchos mercados de seres humanos que había en esta zona sin ley de Asia Central.
El general Perovski no eligió el invierno por capricho, sino para evitar el sofocante calor del verano y disponer de agua suficiente para la tropa. Los espías del khan no tardaron en anunciar a su soberano que un ejército de más de 100.000 hombres (por alguna razón multiplicaron por diez el número real) se dirigía hacia su territorio con el propósito de conquistarlo. Nadir Shah, desesperado, pidió ayuda a los británicos, que vieron una oportunidad de oro para ampliar su esfera de influencia y frenar el avance ruso hacia la India. En diciembre de 1839, el capitán James Abbott partió desde Herat (Afganistán) hacia Jiva con la delicada misión de negociar la liberación de los esclavos rusos y así anular el pretexto de Rusia para invadir el khanato de Jiva, teniendo muy presente que si algo salía mal el gobierno de Gran Bretaña se olvidaría de él, como ya había hecho con algunos compatriotas suyos. Parece ser que el extraño honor de sacrificarse por el país donde uno nace es algo que trasciende fronteras y épocas.
A principios del invierno el frío golpeó con furia a los hombres de Perovski. Por la noche se acurrucaban en el interior de las tiendas de fieltro, protegidos del aire helado únicamente con sus abrigos de piel de oveja. En diciembre comenzó a nevar. Incluso los kirguiz no recordaban nevadas tan copiosas en esas fechas. Los camellos morían de hambre y de agotamiento. Sus carcasas, devoradas por lobos y zorros, servían de referencia macabra a las columnas de retaguardia. En enero de 1840 había muerto casi la mitad de los camellos.
Cada noche los soldados tenían que buscar plantas y raíces bajo la nieve para cocinar y calentarse, despejar amplias zonas para plantar las tiendas de campaña y descargar de los camellos las cajas y bolsas de comida. Mucho antes del alba, a las dos o las tres de la madrugada, comenzaba una nueva y penosa jornada.
A finales de enero habían muerto más de 200 hombres, y los camellos morían a un ritmo de 100 cada día. Según narra el informe oficial de la expedición, “(…) con tanto frío era imposible asearse. La mayoría de los hombres no se cambió de ropa durante todos los meses que duró el viaje. Sus cuerpos mugrientos estaban infestados de bichos indeseables”. Como mínimo les quedaba un mes para llegar al khanato de Jiva.
El tiempo empeoraba de forma alarmante, reduciendo el avance de la columna moribunda de hombres y bestias a unos pocos kilómetros al día. Rusia había decidido atacar Jiva durante el peor invierno que se recuerda en la estepa de Asia Central (coincide con el último periodo de la Pequeña Edad de Hielo, sobre 1850).
El 1 de febrero de 1840 el general dio la orden de regresar. De haber seguido adelante lo más probable es que todos hubiesen muerto de hambre y agotamiento, convirtiéndose en un festín para lobos, zorros y aves rapaces. Pero el viaje de vuelta no iba a ser un camino de rosas. Para paliar los estragos del escorbuto Perovski envió a varios hombres a conseguir carne fresca. El propio Perovski relata, “A pesar de estas medidas preventivas los efectos del escorbuto empeoraron en lugar de mejorar”. Obviamente, Perovski desconocía la causa de esta enfermedad. El hígado de cordero contiene bastante vitamina C, pero se pierde cuando se cocina.
En marzo apareció el sol, y con él la ceguera de las nieves, que agravó todavía más el deplorable estado de los hombres, con los ojos debilitados por la severa deficiencia de vitaminas. El humo de las hogueras suponía una tortura insufrible para la desdichada tropa. Las rudimentarias gafas de sol que improvisaban con un entramado de pelos de caballo apenas aliviaban su sufrimiento. Marzo y abril fueron sumando bajas de animales y hombres. Los cadáveres eran devorados por las bestias salvajes, que seguían expectantes el vacilante paso de la caravana como centinelas de la muerte.
Siete meses después de su gloriosa partida, en mayo de 1840, la maltrecha expedición llegó a Oremburgo. Durante el camino habían muerto más de 1000 hombres y 8500 camellos.
Mientras tanto, el teniente Richmond Shakespeare, enviado a Jiva tras el fracaso del capitán James Abbott, había logrado liberar a todos los esclavos rusos sin disparar un solo tiro. De alguna manera convenció a Nadir Shah de que si ofrecía esa muestra de buena voluntad los rusos no tendrían ninguna excusa para invadir su territorio. Miles de personas eran de nuevo libres tras largos años de servidumbre. Rusia tardaría más de 30 años en preparar otra expedición de castigo e invadir Jiva.
Pasada la pequeña población de Langar la pista sube con decisión durante varios kilómetros. Plato pequeño y piñones grandes, paciencia, determinación y constancia. Por encima de los 3500 metros de altitud se abre un vasto paisaje cuajado de agrestes montañas nevadas. Paty comienza a sufrir los efectos de la escasez de oxígeno, pero poco a poco avanza, cada vez más arriba. Ese día decidimos acampar en un prado lleno de vistosas flores amarillas, junto a un arroyo con vistas al vecino Afganistán.
Pasan los días. Nos desviamos por una ruta sin apenas caminos. Los paisajes que se abren ante nosotros en su día fueron recorridos por los primeros exploradores rusos y británicos de Asia Central. Para adentrarse en esta zona se requiere un permiso especial que no tenemos. Pero en algunos países los senderos que marca la ley no son los únicos que se pueden tomar.
Días atrás, a una distancia enorme en la mente, en el aeropuerto de Dushanbe conocimos a Christian, un simpático francés de cincuenta y muchos años con el que hicimos el largo y tortuoso viaje en todoterreno hasta Khorog. Unos días más tarde volvimos a vernos en un alojamiento de Ishkashim. Como él habla algo de ruso nos acompañó al cuartel de policía para preguntar si era posible obtener ese permiso, pero no hubo nada que hacer.
Una semana más tarde, a pocos kilómetros de Langar, en el extremo este del corredor de Wakhan, nos encontramos de nuevo. Por lo visto había conocido a un tal Hassan, militar retirado, con el que compartió largas horas de charla y una botella de vodka. Con la vista nublada por el alcohol le comentó nuestro pequeño problema con el permiso, y Hassan le dijo que nos podría ayudar.
Una vez en Langar, después de 76 kilómetros sobre la bicicleta, un chaval nos acompañó a la casa de Hassan, a las afueras del pueblo. Por lo visto en Langar todo el mundo se conoce. Era un tipo peculiar, grande y fuerte, con cara de pocos amigos. Vestía un traje de camuflaje que ponía de manifiesto una mentalidad soviética y militar. Su abultada barriga denotaba años de abandono lejos del estricto orden marcial. Tenía pinta de haber pasado toda la noche sin dormir sometido a la implacable dictadura del vodka. Solo hablaba ruso y tayiko, así que nos costó bastante hacernos entender. Creo que si no llegamos a mencionar el nombre de Christian nos hubiese mandado a paseo. Nos pidió los pasaportes, se metió en su casa y al cabo de un rato apareció con una carta, una suerte de salvoconducto casero. Mi mente viajó a los tiempos del Gran Juego, cuando los khanes locales otorgaban a algunos viajeros importantes el privilegio de cruzar su territorio, lo cual no era garantía de nada, pues luego muchos acababan sus días como esclavos, en prisiones infestas o degollados por sus captores. Esa mala fortuna corrieron los oficiales Arthur Conolly (el padre del término Gran Juego) y James Stoddart, que abandonados a su suerte por Gran Bretaña fueron decapitados en junio de 1842 por Nasrullah, el sádico emir de Bujara, tras pasar cuatro meses encerrados en una fosa putrefacta. Pero afortunadamente ya no estamos en el siglo XIX.
Al día siguiente, al caer la tarde llegamos al puesto de control militar de Kargush, un lugar desierto, aparentemente abandonado. Al cabo de unos 20 minutos llega un todo terreno con dos militares a bordo. Les enseñamos la carta de Hassan, la miran sin interés y nos la devuelven. Creo que ni siquiera la han leído. No les importa lo más mínimo ese trozo de papel manuscrito. Después de mucho hablar sin entender nada, al cabo de una media hora dejan claro que el permiso “no oficial” cuesta 150 somonis (sobre 25 euros). Dicho y hecho, con el dinero en el bolsillo abren la barrera y comienza nuestra gran aventura.
Tras recorrer unos cuantos kilómetros, con el sol rayando el horizonte, acampamos en un lugar solitario y salvaje a algo más de 4000 metros de altitud. Las aguas del río Pamir trazan una caprichosa frontera entre Tayikistán y Afganistán. Es un privilegio indescriptible contemplar y vivir estos paisajes silentes.
Pasan los días y los kilómetros. Pistas de tierra, caminos, senderos, campo a través. De vez en cuando nos encontramos con restos oxidados de la guerra civil. Al otro lado del río unos cuantos camellos bactrianos pastan ajenos a nuestra presencia. Lejos, perfilado contra el fondo de nubes y cielo azul, un hombre a caballo se dirige hacia quién sabe dónde en el Gran Pamir de Afganistán. Hoy acampamos junto a un río somero. Miremos hacia donde miremos solo hay montañas y amplias llanuras.
Atravesamos ríos, prados y algún nevero. Campo a través nos dirigimos hacia el lago Zorkul. La amplitud y la soledad del paisaje infunden una sensación sobrecogedora. A unos 200 metros distinguimos a un niño junto a un rebaño de cabras. Nos saluda y echa a correr hacia nosotros. La atmósfera enrarecida no parece afectarle en absoluto. A más de 4000 metros de altitud corre como yo lo haría a nivel del mar. Gracias al idioma universal de los gestos creemos entender que vive por allí cerca, aunque hasta donde la vista alcanza no vemos signo alguno de presencia humana. Después de hacer unas fotos de recuerdo nos despedimos y seguimos pedaleando hacia el este. Al cabo de una media hora aparece una pequeña granja sobre una loma, junto a un riachuelo que se alimenta de las nieves perpetuas de las montañas. Nos acercamos y un hombre mayor con un niño en brazos nos invita a entrar en su casa.
A principios de junio los pastores parten de sus aldeas hacia los aylaq (campamentos de altura), a varios días de camino, donde apacientan el ganado y elaboran productos lácteos durante los meses de verano. Cada año, antes de instalarse tienen que reconstruir el corral y el hogar, invadidos por la nieve del invierno.
Mientras comemos plof (arroz con verduras) con nan (pan sin levadura) y bebemos shir choi, choi (distintos tipos de té) y kéfir aparece el niño que habíamos conocido unas horas antes y se sienta en el suelo al lado de sus hermanos. Al cabo de un rato la madre y la hija mayor nos ofrecen leche de cabra fermentada, una bebida ligeramente alcohólica y burbujeante con un sabor curioso que quizá podría llegar a gustarme. Entiendo que es un manjar, pero me cuesta mucho acabarme el tazón que me han servido. El niño pastor mira fijamente mi tazón y se lo ofrezco. Lo agarra con ambas manos y se lo bebe de un trago. Me da la impresión de que pocas veces tiene la oportunidad de degustar está deliciosa bebida. Estas personas trabajan muy duro para llevar una vida frugal, y no les sobra nada de lo que tienen. Luego nos dicen que van a comer ellos. Asentimos y acto seguido la hija mayor nos sirve otro plato rebosante de plof. Los problemas del idioma nos obligan a comer todavía más.
El padre, sentado en el suelo, sujeta en brazos a su hijo pequeño, de pocos meses de edad, mientras su mujer y sus otros hijos ordeñan las vacas. Más tarde toda la familia se reúne en la estancia. La madre balancea incansable una antigua cuna de madera para dormir a su hijo pequeño. Mientras, el padre sorbe lentamente una taza humeante de sir choi.
Salimos al exterior para pasear un rato y ayudar a digerir todo lo que hemos comido. Los muros del cercado de piedra están cubiertos por tortas de excrementos de vaca, que usan como combustible. Subo por la colina para tomar una fotografía del aylaq con las montañas y el lago Zorkul de fondo. No tardará en caer la noche. Media hora más tarde el padre apaga el quinqué y nos vamos dormir, todos juntos en la misma estancia, llena de humo y con un intenso olor a estiércol.
Esta familia lleva una existencia tan diferente a la nuestra que resulta difícil hacer comparaciones. Me imagino viviendo aquí, en absoluta comunión con la naturaleza, pero creo que no llegaría a adaptarme.
A la mañana siguiente, después de desayunar nan y un brebaje salado de dudoso paladar, intercambiamos algunos regalos; detalles sencillos pero con un gran valor sentimental. La madre le regala a Paty un anillo con una piedra roja. Mi pequeña navaja suiza está ahora en las manos de un pastor pamiri. Nos enseñan fotos de familia y documentos de hace muchos años que guardan en una vieja caja metálica de galletas. Cargados con nan, leche y kéfir nos ponemos en marcha. Atrás se queda olvidada una tarjeta de memoria de la cámara de Paty con varios clips de vídeo y fotografías de esta entrañable familia.
La tranquilidad y la paz que se respiran en esta remota zona del Pamir no reflejan la época convulsa y violenta que se vivió hace no tantos años. En la década de 1950 el gobierno soviético de Stalin, uno de los mayores monstruos de la historia, trasladó a la fuerza a un elevado número de habitantes de las montañas hacia el suroeste del país para cultivar algodón. Muchos murieron a causa del calor y de las pésimas condiciones que les tocó vivir. Otros resistieron, y unos pocos se incorporaron a la élite intelectual de la capital, Dushanbe. Esta migración forzosa continuó hasta la década de 1970. Para aumentar la producción de algodón los campos fueron regados con pesticidas altamente tóxicos. Algunas personas murieron, otras cayeron enfermas. Muchos niños nacieron con terribles deformidades.
El máximo exponente de las consecuencias de la fiebre del algodón es el mar de Aral, que a raíz de los trasvases de los ríos Amu Daria y Sir Daria ha visto reducido su volumen a una quinta parte respecto al que tenía en la década de 1960. La salinización del agua y el vertido de productos contaminantes han arruinado a la población costera que vivía de la pesca. Para el futuro de Asia Central el monocultivo del algodón es más perjudicial que las toneladas de heroína que atraviesan la zona procedentes de Afganistán. Pero la mayoría de los fabricantes y consumidores no se preocupan de estas cosas. El precio del producto final es lo más importante.
Las fotogénicas construcciones de adobe que se pueden ver en el valle de Ferghana no son antiguos asentamientos de la Edad Media. Son las miserables casas de los campesinos, que fueron expulsados de su hogar en las montañas y obligados a plantar y cosechar campos de algodón en las fértiles tierras del sur.
Después de la independencia de Tayikistán en 1991 estalló una guerra civil que pasó prácticamente desapercibida en Occidente. Casi nadie había oído hablar de este pequeño país de Asia Central, y los pocos medios que trataron el conflicto adoptaron un enfoque simplista y superficial basado en una lucha entre comunistas y musulmanes fundamentalistas que nada tenía que ver con la realidad. La región del Pamir se vio aislada del mundo. Shah Karim al-Hussayni (Aga Khan IV, líder espiritual de los ismailíes imaníes), a través de la Fundación Aga Khan, alimentó durante años a los pamiris, evitando la muerte por inanición de miles de personas. Este organismo proporciona ayuda a las poblaciones más pobres del mundo, con independencia de su etnia, religión y género.
Acabada la guerra, los habitantes de las zonas de montaña que habían sido obligados a emigrar 40 años atrás para cultivar los campos de algodón de la Unión Soviética fueron perseguidos por su origen. Muchos tuvieron que regresar a la tierra donde habían nacido.
Paty progresa cada vez más despacio. Su bicicleta no sigue una línea recta. Tardamos horas en cubrir una distancia que antes hubiésemos recorrido en 20 minutos. Suerte que hace buen tiempo y que los días son largos. Decidimos acampar junto a la ribera del espectacular lago Kokjijitkul. Todavía quedan muchas horas de sol, pero Paty necesita descansar. El calor aprieta y no hay árboles bajo los que resguardarse. En el exterior, a más de 4000 metros de altitud, el sol abrasa la piel, y en el interior de la tienda de campaña la temperatura supera los 38 grados centígrados. No hay forma de escapar del calor. Tenía pensado nadar un rato en el lago para refrescarme y relajar el cuerpo, pero nada más entrar abandono la idea de inmediato. Me sumerjo y salgo pitando. El agua está demasiado fría para mí. El arroyo que discurre junto a la tienda de campaña está lleno de truchas de hasta casi tres palmos de largo. No sería difícil pescar alguna, pero prefiero observar cómo nadan de un lado a otro. Estamos en un lugar impresionante, como hecho a medida para los amantes de la vida al aire libre y la aventura.
Por la tarde, cuando afloja el calor, varias marmotas salen de su madriguera subterránea y empiezan a llamarse unas a otras, advirtiendo al grupo de nuestra presencia. Quizá nos confunden con zorros, lobos o rapaces, aunque no nos parecemos ni en pintura. Además de los característicos nidos de marmota, por todo el prado se ven pequeños montoncitos de tierra que anuncian la presencia de multitud de topillos.
Por la noche me despierto varias veces y no puedo evitar mirar a Paty y comprobar si respira bien. Los efectos del mal de altura se intensifican por la noche, cuando la respiración es menos profunda y el cerebro se oxigena menos. Espero que por la mañana todo empiece a mejorar. Quizá la prednisona funcione.
Al día siguiente por la mañana le ofrezco a Paty una taza de café con leche agria de sabor más que cuestionable. En broma le digo “Bebe, bebe, que está muy malo”. Sonríe y niega con la cabeza. “No, no, no”, dice con una voz apenas audible. Parece que el reposo ha servido de poco. Paty sigue hinchada y no razona con claridad. Barajamos la posibilidad de quedarnos un día más, pero si en lugar de mejorar empeora ya no podremos continuar. Así las cosas desmontamos el campamento y emprendemos la marcha. Estoy cada vez más preocupado, pero no se lo digo. Otras personas se abandonarían, caerían presa de la histeria o argumentarían cosas sin sentido, como que fuera a buscar ayuda o que llamara a un helicóptero.
En varias ocasiones se cae de la bicicleta. Cada dos por tres se detiene, agacha la cabeza y la apoya sobre el manillar. Permanece así durante largos minutos. Tiene la cara hinchada como un globo. Todo indica que sufre un principio de edema cerebral. Pero siempre saca fuerzas de donde no las tiene, se sube a la bicicleta y comienza a mover los pedales. Lo ideal sería descender lo más rápidamente posible, pero no es una opción viable. Nos encontramos en una extensa altiplanicie a algo más de 4000 metros de altitud, y para descender primero hay que llegar a un collado que ni siquiera se ve. Es lo que tienen los lugares remotos sin atisbo de civilización. Si estás mal, te fastidias.
Pasamos por un puesto militar abandonado de la época soviética. Las vallas de alambre de espino están dobladas y retorcidas. El óxido las va consumiendo poco a poco. Al fondo hay restos de varias construcciones de hormigón medio derruidas. No se ve ni un alma. A pocos metros sobre mi cabeza corta el aire un majestuoso pigargo de Pallas (Haliaeetus leucoryphus). Sobrevuela las ruinas del destacamento y se aleja hacia las montañas.
Un camino pedregoso en mal estado asciende abruptamente hacia el collado. Plato pequeño y piñón grande. Pedaleo con fuerza y la bicicleta sube lentamente. Al cabo de unos minutos me detengo y bajo corriendo para ayudar a Paty. El último tramo discurre campo a través por una superficie de tierra blanda cubierta por flores amarillas que crecen en pequeños racimos. Las ruedas de las bicicletas se hunden, no más de medio centímetro, pero suficiente para tener que pedalear con más fuerza. De tanto en tanto sorteamos alguno de los neveros que todavía resisten desde el invierno pasado. Justo después del collado, a 4440 metros de altitud, aparece un pequeño lago de aguas cristalinas donde nos hacemos algunas fotos.
Iniciamos un rápido descenso hacia el valle que se adivina en la distancia. En pocos kilómetros perdemos unos 800 metros de desnivel. Gracias a la medicación y a la pérdida de altitud Paty se va recuperando poco a poco de los devastadores efectos del mal de altura que la habían dejado en un estado lamentable. Al cabo de unas horas llegamos a una yurta, donde nos invitan a comer y a beber. La hospitalidad y la simpatía de la gente no deja de sorprenderme. Día a día compruebo que en la otra parte del mundo hemos perdido algo muy importante.
El camino se adentra en un valle inmenso, aparentemente inacabable, rodeado por montañas de más de 5000 metros de altitud. Es muy probable que nadie las haya ascendido jamás. Sobre las bicicletas parece que no pasan los kilómetros, el paisaje no cambia. Unas horas más tarde nos encontramos con un asentamiento de seminómadas kirguiz. Unas fotos de recuerdo, un pequeño descanso y seguimos adelante.
Desde hace días, debido a la extrema sequedad del ambiente, tengo agrietada la piel de los pulgares. Las heridas son pequeñas pero dolorosas. Llevo los dedos cubiertos con tiritas de tela, que de tanto en tanto humedezco con un poco de agua.
Tras varias horas de camino llegamos a un pequeño oasis con algo de hierba y un riachuelo. Un lugar inmejorable para acampar y disfrutar del entorno y de un merecido descanso. Al poco rato se acerca un pastor kirguiz. Intercambiamos saludos, pero apenas pronuncia dos o tres palabras. Se queda quieto sobre su burro, contemplando a dos extranjeros y sus bicicletas. Le regalamos una postal del Barça, pensando que reconocerá un símbolo tan universal. Pero creo que no tiene ni la más mínima idea de cuál es el significado de ese enorme estadio abarrotado de gente y con un escudo de colores en el centro. Es más que probable que en toda su vida nunca haya visto tantas personas juntas. Nos da las gracias con una sonrisa y se queda mirando durante un rato esa fotografía tan extraña. Luego se despide en silencio y emprende el camino de regreso a la granja familiar.
En invierno, cuando la temperatura se desploma hasta -40 grados centígrados, la actividad se paraliza y la vida se concentra en el hogar. Durante los meses más fríos la gente se dedica a tareas como fabricar y reparar aparejos, tejer ropa, arreglar la casa, etc. Desde siempre, los pobladores de la estepa usan una planta arbustiva llamada tereskent para calentarse. El incremento de la población de Murghab está conduciendo a una explotación insostenible de este arbusto, que en unos años provocará la desertización del suelo. No sé qué hará entonces esta gente.
Tras la invasión soviética de Asia Central, en la década de 1920, las nuevas repúblicas del imperio sufrieron grandes transformaciones. En Tayikistán el nuevo mundo borró del mapa el antiguo. A tan solo unos pocos kilómetros de Dushanbe se podían ver escenas de absoluta destrucción. Algunos hombres recurrieron a las armas para luchar contra el invasor bolchevique. Los basmachi adoptaron tácticas de guerrilla y repartieron panfletos entre los habitantes para que se unieran a la lucha. El Ejército Rojo arrasó pueblos enteros y destruyó el sistema de vida tradicional. Un tercio de la población desapareció; algunos se marcharon a Afganistán, el resto fueron asesinados.
Pocos lugares en Asia Central recibieron un castigo tan atroz como las zonas rurales del Pamir. El alfabeto persa fue prohibido; en su lugar se instauró el latino y posteriormente el cirílico. Todas las personas con una cierta cultura quedaron fuera de la ley, y algunas fueron enviadas a campos de prisioneros en Siberia por saber leer o por poseer libros escritos en su persa natal. Tres generaciones más tarde, en la década de 1990, el abismo entre la ciudad y el campo volvería a emerger con terribles consecuencias. Tras el hundimiento de la Unión Soviética a finales de 1991 miles de familias tayikas sacaron de nuevo a la luz sus preciados tesoros de poesía y plegarias que habían mantenido ocultos durante más de 70 años.
En el pasado, los nómadas se desplazaban por una zona muy amplia, entre las mesetas altas en verano y los valles en invierno. Hoy, las fronteras artificiales entre Pakistán, Afganistán, Tayikistán y China han aislado a estos pueblos en una estrecha franja de tierra.
La ausencia de carreteras ayuda a preservar una sociedad y una cultura basadas en la autosuficiencia, pero también impide el acceso a la sanidad y la educación más elementales. En los lugares más remotos la tasa de mortalidad infantil es una de las más altas del mundo. Pocos niños llegan a cumplir los cinco años. Muchos anhelan las comodidades que ofrece el progreso, pero quizá, si algún día llega, no les guste lo que les depara. Y entonces ya no podrán regresar al pasado.
De tanto en tanto encontramos vainas de bala y cartuchos de perdigones. Algunos todavía despiden un ligero pero inconfundible olor a pólvora. En una de las zonas más depauperadas de Asia Central existen varias reservas de caza para millonarios. Armados con potentes fusiles, cazadores con ganas de vivir aventuras épicas pagan hasta 45.000 dólares para matar carneros de Marco Polo (Ovis ammon polii), el muflón más grande del mundo. Los pamiris consideran a este animal un heraldo de la libertad, y desde tiempos inmemoriales indican el camino con una o varias cornamentas para guiar a los viajeros y darles buena suerte. La falta de recursos y la corrupción generalizada complican mucho la protección de este imponente animal y de uno de sus depredadores naturales, el leopardo de las nieves (Panthera uncia). Personajes de la peor calaña con los bolsillos llenos de dólares pagan fortunas para sortear la ley y abatir a uno de estos magníficos felinos. En el Pamir de Tayikistán quedan entre 120 y 300 ejemplares.
Hace mucho tiempo, cuando las fronteras en Asia Central eran muy distintas y la duración de los viajes no se medía en días, semanas o meses, sino en años o décadas:
Durante su primer viaje por Asia Central, Nicolò y Maffeo Polo establecieron lazos comerciales con Constantinopla, Sudak (Crimea) y el oeste del imperio mongol. Tras infinidad de vicisitudes, la mayoría de las cuales se desconocen y permanecerán siempre ocultas, llegaron a la ciudad de Kanbalik (actual Pekín), donde fueron recibidos por el Gran Khan de los mongoles, Kublai Khan.
Después de 16 años de aventuras decidieron regresar a su tierra natal. Antes de partir, Kublai Khan (uno de los muchos nietos de Gengis Khan, que tenía cientos de mujeres) les pidió que regresaran con aceite del Santo Sepulcro y cien eruditos cristianos para debatir con él y ampliar sus creencias religiosas. Durante el largo camino de regreso se enteraron del fallecimiento del papa Clemente IV, y optaron por aguardar al nombramiento de un sucesor antes de solicitar la extraña demanda de Kublai Khan. Una vez en Venecia Nicolò se enteró de que su mujer había muerto y que tenía un hijo, Marco. Después de dos largos años de espera a que se nombrase un nuevo papa, los dos hermanos decidieron que ya no podían retrasar más la promesa que le habían hecho al Gran Khan. En 1271 emprendieron su segundo viaje a Asia Central, llevando consigo a Marco, que en aquel entonces tenía 17 años.
En aquella época casi nadie viajaba por el placer de conocer otras tierras. Sufrir penalidades estaba asegurado. Los barcos apestaban a comida podrida y a deshechos humanos, y eran un foco de terribles infecciones para las que no existía tratamiento. La gente enfermaba y moría con suma facilidad. Una vez en tierra era habitual ser asaltados por bandidos. Tarde o temprano muchos intrépidos viajeros morían y desaparecían sin dejar rastro. El mundo se exploraba para comerciar, conquistar, evangelizar o adquirir poder y gloria. Los Polo eran mercaderes, y su propósito principal era enriquecerse.
Poco después de partir les llegó la noticia del nombramiento del nuevo papa, Tedaldo Visconti, que a partir de entonces sería Gregorio X. Los expedicionarios se dirigieron a la ciudad de Acre, en Israel, para solicitar una audiencia. De los cien teólogos que había solicitado Kublai Khan, el papa solo asignó a dos, que no tardaron en abandonar su misión y dar media vuelta por miedo a perder la vida. Los intrépidos mercaderes atravesaron Persia y Badajshán, y por el río Oxus llegaron al altiplano del Pamir. Tardaron tres años en pisar de nuevo la corte del Gran Khan.
Ese viaje, de más de 24 años de duración, fue la semilla de los fantásticos relatos de Marco Polo, uno de los más grandes viajeros de la historia conocida. Si su padre y su tío hubiesen regresado inmediatamente a la corte de Kublai Khan, en lugar de esperar dos años en Venecia al nombramiento de un nuevo papa, quizá hubieran decidido que Marco era demasiado joven para acompañarlos. A veces, los caminos por los que transita la historia son sorprendentes.
“Cuando caminas entre estas montañas da la impresión de que estás en el lugar más alto del mundo. Y cuando llegas a lo más alto te encuentras con un gran lago, del que surge un río que recorre el altiplano junto a los pastos más bellos de la Tierra.
“Hay todo tipo de bestias salvajes, entre ellas una cabra de gran tamaño (carnero o argalí de Marco Polo), cuyos cuernos miden seis palmos de largo. De estos cuernos los pastores hacen grandes tazones que utilizan para comer. También los usan para cerrar los rediles donde duerme el ganado por la noche.
“Los lobos son muy numerosos y matan muchas de estas cabras salvajes. Por todas partes se encuentran cuernos y huesos, que los pastores amontonan para guiar a los viajeros cuando la tierra se cubre de nieve”.
Según algunos historiadores es posible que el lago al que hace referencia Marco Polo en este relato sea Zorkul, muy cerca del cual se encontraba el aylaq donde varios días atrás nos dio cobijo una humilde familia pamiri.
Con el paso de los años y las experiencias, el desprecio que sentía Marco Polo por las religiones y creencias que le eran ajenas fue dando paso a una visión más amplia y tolerante del mundo y de las personas. Incluso llegó a admirar el budismo y el chamanismo de los mongoles y a aceptar el islam de los “infieles” sarracenos. Esta lenta y gradual transformación se puede apreciar en las crónicas de su gran viaje, resumidas en El libro de las maravillas, que narró a Rustichello de Pisa, su compañero de celda, en una prisión de Génova. El manuscrito original, escrito en un francés lamentable, no se ha podido encontrar.
Sin embargo, el férreo cristianismo medieval de su educación fue un freno infranqueable para tolerar otras costumbres, como la curiosa poligamia de los tibetanos, cuyas mujeres adquirían más valor cuanto mayor fuera el número de hombres con los que hubiesen yacido. Las familias que lograban casar a una o varias hijas con pretendientes de alto rango social tenían la vida asegurada. Era un honor tanto para los padres como para las hijas.
Hay que señalar que los comentarios ofensivos hacia el islam que aparecen a lo largo del libro no son suyos, sino de traductores profundamente católicos y poco respetuosos con el texto original.
Atravesamos una zona desértica cuarteada por la sequía. De fondo, anónimas montañas se suceden hasta el infinito. No hay rastro de agua y la temperatura supera los 35 grados centígrados. Suerte que sobre la bicicleta avanzamos bastante rápido, y en un momento u otro encontraremos algún río donde poder beber y refrescarnos. Unos kilómetros más allá descubrimos una pequeña construcción circular de piedra seca. Está medio derruida a causa de las nieves del invierno, el viento, la lluvia y el paso del tiempo. No sé cuántos años tendrá, pero parece muy antigua. Alrededor de la construcción hay varios orificios. Son tumbas, y en su interior hay huesos humanos. Impresiona ver algo así en un lugar tan solitario y agreste. Al caer la tarde encontramos un pequeño arroyo y decidimos plantar el campamento, el último de nuestro modesto paseo por el Pamir.
Al día siguiente, después de más de 600 km de aventuras, llegamos a la inclasificable y caótica ciudad de Murghab, en el oriente de Gorno-Badakhshan. Como en todos los pueblos la vida social y comercial se concentra en el bazar, donde viejos remolques de acero hacen las veces de improvisados puestos de venta. Aquí se puede comprar todo tipo de productos, contratar transporte hacia Khorog y Dushanbe, encontrar alojamiento en casas particulares e incluso jugar a billar en una mesa destartalada.
Este antiguo puesto militar parece un enclave perdido en la historia del tiempo, como si después de un bombardeo la gente hubiera construido casas y chabolas sobre las ruinas del pasado. Sobre los techos de las casas de barro hay restos de cabras (sobre todo patas y pieles), neumáticos desgastados, alambres retorcidos… Los muros están hechos con ladrillos de adobe y placas de hormigón de la época soviética, con incrustaciones de partes de coches y camiones, neumáticos, llantas… En las calles vemos multitud de carrocerías desvencijadas, plantadas en el suelo como si fueran árboles. Hay montones de basura por doquier. De repente, profundos agujeros en el suelo aguardan a los que caminan sin mirar donde pisan. Parecen la entrada al sistema de alcantarillado, pero en Murghab no existe tal cosa. No hay agua corriente y la luz mortecina que alumbra las casas va y viene a su libre albedrío.
En el pequeño y olvidado museo se exponen antiguas y ajadas fotografías de líderes soviéticos, billetes de banco, animales mal disecados, ropa, calzado y utensilios de labranza y del hogar. En la calle principal se alza una imponente estatua de Lenin junto a varios retratos deslucidos a tamaño gigante del presidente de Tayikistán, Emomalii Rahmon.
En noviembre de 1919, Vladimir Lenin envió al comandante Mikhail Frunze a Asia Central. Su misión no era conquistar el territorio, sino eliminar a todos los enemigos de Rusia, y había muchos. El 19 de marzo de 1922, tras una rebelión del clero en Shuia, Rusia, Lenin escribió una carta dirigida al Politburó en la que decía: “Debemos sofocar toda resistencia con tal brutalidad que no lo olviden durante décadas … Cuantos más clérigos y burgueses reaccionarios consigamos ejecutar, mejor”. Este ideólogo soviético era un defensor a ultranza de la idea de que el terror político estaba justificado por un fin superior. No hay que olvidar que Lenin diseñó el sistema de campos de trabajos forzados, donde criminales de toda clase y presos políticos eran “reeducados” para vivir en armonía con el estándar de la sociedad. En 1930, bajo el mando de Stalin, estos campos fueron el origen del Gulag. Un retrato de la vida en estas infaustas prisiones se puede leer en el libro Gulag. Historia de los campos de concentración soviéticos, de Anne Applebaum.
En Tayikistán se siguió una técnica parecida. Pero muchos tayikos desconocen la “otra historia” de su pueblo porque la historia siempre la escriben los vencedores. Y mientras, la enorme estatua blanca de Lenin sigue presidiendo el día a día de Murghab.
Tras un par de jornadas de descanso regresamos a Khorog. En uno de los numerosos controles policiales el corrupto de turno nos pide los pasaportes y descubre que falta el sello para la zona donde estamos. A unos 30 kilómetros de nuestro destino la única alternativa que nos ofrece el policía es volver hacia atrás y tomar otra ruta, de unos 400 kilómetros. Eso o pagar una multa, que irá a parar directamente a su bolsillo. Tatik, el dueño del todo terreno que nos lleva, le entrega cinco somonis, pero por lo visto no es suficiente. Una infracción tan grave se merece algo más. Tatik le dice que nos vamos a quejar a no sé dónde y a no sé quién. Al cabo de un rato, sin saber muy bien por qué, el policía nos deja continuar hacia Khorog. Lo mejor de todo es que ese permiso tan importante que faltaba en nuestro pasaporte no se puede obtener porque no existe.
La exploración del Pamir llegó a su fin en 1935, cuando incluso las montañas y los lagos más remotos habían sido cartografiados. En los mapas ya no quedaban espacios en blanco. Pero la aventura siempre encuentra su camino, pues cada viaje es un nuevo y apasionante mundo ignoto, lleno de fantásticas posibilidades.
Estupendo relato. Algunas de las fotografías, como las de la familia en el interior de su cabaña me resultan maravillosas.
Para mi sería un lugar demasiado duro para disfrutarlo, pero ya se que en lo recóndito está tu lugar preferido y eso se nota perfectamente en lo que narras. Espero que tu compañera de viaje se recuperara y finalmente también disfrutara de ese intenso viaje.
Hace solo unos días viaje a Uzbekistán y Jiva y Bukara fueron parte del viaje que he visto reseñado en los datos históricos que cuentas. Datos que enriquecen el conocimiento de los lugares que vamos conociendo.
Te envío un fuerte abrazo y el deseo de que cumplas con las mejores expediciones en tu vida.
Muchas gracias por tu comentario Paco! Me llevó meses escribir el relato de este viaje, por lo te agradezco mucho que lo hayas leído. Fue un viaje duro, pero muy enriquecedor. Por suerte, Paty se recuperó, aunque con alguna secuela, pues ahora no puede ir a lugares altos. Un fuerte abrazo, y a disfrutar de esos maravillosos viajes que haces.
Gracias por esta publicación, ha sido un regalo. La leo y me emociona recordar lo vivido. Tras tantos años, nuestro viaje a Tayikistán sigue en nuestras mentes con mucha fuerza y recordando que hubo un antes y después de esto. No importa lo sufrido, lo volvería hacer sin pensarlo. ….la vida es una aventura. No dejéis de disfrutar cada momentos de esta vida. Gracias TATO.