Historias sobre la cultura y la sociedad de Pakistán, adaptadas de mis libros Un paseo por la vida y Por tierras de Asia. Un viaje por el conocimiento.
Además de cinco de los catorce picos más altos de la Tierra, el Himalaya y el Karakorum de Pakistán ofrecen innumerables posibilidades para explorar zonas apenas visitadas por occidentales. Valles y montañas al margen de las rutas turísticas proporcionan la valiosa oportunidad de conocer sociedades aisladas de las que podemos aprender mucho.
Deosai, Gilgit-Baltistán, Pakistán
Este desolado, frío y yermo altiplano es el hogar temporal de los gujjar, nómadas pakistaníes de origen indio. Durante los meses de mayo y junio conducen sus rebaños de ovejas, cabras, búfalos y caballos hacia los prados altos en los territorios del norte. En esta comunidad la mujer desempeña un papel social además de familiar, y no debe protegerse de la mirada ni del contacto de los hombres ajenos a su familia directa. El mejor regalo que me llevé de este pueblo sin tierra fue su extraordinaria hospitalidad. Apenas tienen nada, pero no dudaron en compartir conmigo sus tiendas, su té y su preciado azúcar.
Desde hace siglos, los gujjar regresan a los valles en invierno antes de las primeras nevadas. Pero a causa de la actividad militar en esta zona fronteriza, la mayoría de las tribus nómadas han abandonado la trashumancia, lo que poco a poco acabará con su cultura y su estilo de vida.
Los guerrilleros cachemires que patrullan por Deosai amenazan a las comunidades nómadas y les roban cabezas de ganado y leche. Las fuerzas de seguridad del gobierno pakistaní interrogan a la gente a punta de pistola para conocer el paradero de la insurgencia. Si les proporcionan cualquier información corren el riesgo de morir a manos de los guerrilleros. Los gujjar se encuentran entre la espada y la pared, acosados por unos y otros, en medio de una lucha en la que no participan.
Rupal, Gilgit-Baltistán, Pakistán
El trabajo infantil resulta devastador para el progreso de las zonas rurales, pero al mismo tiempo también es necesario para la subsistencia de muchas familias. Este niño, como todos los de su comunidad, ayuda a sus padres en las labores del campo y del hogar, lo cual no significa que lo exploten o lo maltraten.
Por supuesto, no podemos pasar por alto el perjuicio que provoca en la salud de los niños el trabajo físico intenso, ni tampoco las causas que conducen a esta situación. Pero más grave que la necesidad de trabajar para vivir es la falta de medicinas, de médicos y de hospitales. Muchos niños y adultos débiles pierden la vida a causa de una herida que se infecta, una disentería, una neumonía u otras enfermedades que en Occidente no revisten gravedad y pasan desapercibidas. En el otro lado del mundo tendemos a interpretar y juzgar a las sociedades pobres desde la óptica de la riqueza y el bienestar.
Rupal, Gilgit-Baltistán, Pakistán
Durante los meses de verano, en las aldeas de montaña niños y niñas caminan varias horas para asistir a la escuela. Estudian en aulas separadas y tienen profesores distintos. El resto del día ayudan a sus padres en las labores del campo y del hogar. La pobreza, la tradición y los matrimonios tempranos son la causa del elevado índice de analfabetismo entre las mujeres, que supera el 70 %, frente al 40 % entre los hombres.
La enseñanza en las escuelas públicas y religiosas es arcaica y de una calidad más que cuestionable. Los textos de filosofía y lógica son de los siglos XIII al XIX; el temario sobre patología y anatomía fue escrito en el siglo XI por el médico y filósofo persa Avicena (980-1037); los libros de astronomía y matemáticas se escribieron entre los siglos XIV y XVIII.
El contenido de las asignaturas se manipula para adaptarlo a la ideología de la escuela. Los libros de texto dicen cosas como: “La gente de África rogó a los musulmanes que invadieran sus tierras para salvarlos de la tiranía de los cristianos”; “Los hindúes hicieron planes para esclavizar a los musulmanes”; “Los hindúes y los sijs mataron a los musulmanes allí donde eran una minoría. Quemaron sus casas y los obligaron a emigrar a Pakistán”; “Los musulmanes trataron a los hindúes con justicia, pero los hindúes se revelaban a la más mínima oportunidad”. El hermetismo, el poder y el miedo conducen a que en las madrazas se produzcan abusos físicos y sexuales, aunque cada vez son más denunciados. (Datos obtenidos del libro Pakistán, de Ana Ballesteros).
Latobah, Gilgit-Baltistán, Pakistán
Llantas, neumáticos, muñecas de trapo, tallas en madera y otros juguetes artesanales hacen a los niños tan felices o más que ordenadores, coches eléctricos, zapatillas de marca, videojuegos o teléfonos móviles. A lo largo de mis viajes he comprobado que algunos avances tecnológicos generan más necesidad que bienestar.
—Yo vivo en esas casas de ahí. Están sucias y son pequeñas [de piedra, con techos de madera y suelo de tierra]. ¿Dónde vives tú? —me pregunta con curiosidad.
—En una ciudad grande, en España —le respondo.
—¿Australia?
—No, Europa.
—Europa… Entonces eres muy rico —deduce. Estoy a punto de decir que no, pero antes pienso un momento y me callo.
—¿Tienes medicinas?
—Sí, algunas tengo.
—Es que a mi madre le duele aquí —dice señalando su abdomen. Le doy unas cuantas pastillas de analgésicos, aun sabiendo que poco solucionarán—. En la montaña no hay medicinas, no tenemos dinero para comprarlas. Tampoco hay médicos.
Esta conversación la tuve con Muhammad Ali, el hermano mayor de este niño que juega con un avión de papel y que todavía disfruta de los años de inocencia, ajeno a las incertidumbres que le aguardan en el futuro.
Latobah, Gilgit-Baltistán, Pakistán
Durante la excursión que hicimos por la zona del Nanga Parbat entablé amistad con Kadir, uno de nuestros acompañantes. Es guía y porteador de alta montaña. Transporta cargas pesadas hasta unos 7000 metros de altitud. “Más no puedo subir porque mi equipo no es bueno”, me dice. Tiene los ojos enrojecidos por los efectos de la radiación ultravioleta, que a gran altitud y en paisajes nevados es muy intensa. Con el paso de los años, muchos guías y porteadores sufren cataratas y degeneración macular. Me tiende sus gafas y veo que son de “mercadillo”, vamos, las más idóneas para una persona que vive de la montaña. Afortunadamente llevaba dos gafas de buena calidad, así que le regalé unas. Seguro que las aprovecha mucho mejor que yo. Al calor de la hoguera, mientras cenamos, veo una bonita escena. Saco la cámara y pulso el disparador.
Nanga Parbat, Gilgit-Baltistán, Pakistán
Al día siguiente, a lo lejos, veo la figura de un pastor en el campamento Herrligkoffer, que desde 1953 sirve de base para escalar la imponente mole del Nanga Parbat por la cara Rupal, 5000 metros por encima de esta llanura. El tirón de un caballo le había provocado heridas considerables en las manos. Le curé con Betadine y una gasa. Luego le di antibióticos para evitar una muy probable infección. Las medicinas y los servicios sanitarios básicos, algo que damos por sentado en los países ricos, son un lujo inexistente en las montañas de Pakistán. Ni siquiera tienen unas tijeras para cortarse las uñas.
Siempre que trato de ayudar a personas que viven en situaciones precarias experimento una incómoda sensación de impotencia. Mi visita es puntual, y lo poco que puedo hacer no soluciona nada, solo remienda la necesidad del momento. Pero también es cierto que unas cuantas pastillas de antibióticos pueden salvar una mano, o incluso una vida.
Nanga Parbat, Gilgit-Baltistán, Pakistán
A la una de la madrugada del 3 de julio de 1953, el escalador austriaco Herman Buhl partió en solitario del campo V, a 6900 metros de altitud. 18 horas más tarde, exhausto, sus pies hollaron la cima del Nanga Parbat, la novena montaña más alta del mundo. Ya de bajada, a las nueve de la noche decidió descansar en una oquedad, quieto y sin saco de dormir, agarrado con una mano a la pared de hielo. Antes del alba, sobre las cuatro de la madrugada, reemprendió el descenso. Agonizando y presa de alucinaciones, tras un esfuerzo titánico por salvar la vida, logró llegar al campo V varias horas más tarde.
Culminaba así una lucha iniciada en 1895 por el montañero inglés Albert F. Mummery, que alcanzó casi los 7000 metros de altitud por la cara Diamir y que murió el 24 de agosto sepultado por una avalancha. 31 hombres habían perdido la vida tratando de ser los primeros en conquistar la novena montaña más alta del mundo. En el campo base, cruces, placas e inscripciones grabadas en piedra recuerdan a los escaladores muertos en busca de un sueño.
Cuatro años más tarde, unos días después de ascender el Broad Peak (8047 metros), Herman Buhl se despeñó mientras trataba de coronar el Chogolisa (7665 metros) en compañía de Kurt Diemberger. Desapareció en el vacío para siempre.
En cierta ocasión, un periodista le preguntó a George Mallory por qué quería subir al Everest. “Porque está ahí”, contestó. Una respuesta simple que resume un aspecto definitorio de la condición humana: el afán de superación, de conocimiento, de conquista. Pero también fue una respuesta meditada para crear expectación. Lo cierto es que Mallory estaba obsesionado con el Everest, hasta tal punto que llegó a reconocer que probablemente no saldría vivo de esa aventura.
Mi intención era mucho más modesta y sin connotaciones épicas: subir un pico de algo más de 7000 metros de altitud, muy poco frecuentado y al margen de la fiebre de las grandes cumbres. Pero un intenso dolor en el hueco poplíteo, provocado por una antigua lesión en la rodilla, me obligó a descansar en este campamento a los pies del Nanga Parbat, que se alza sobre mi tienda iluminado por la tenue luz de la Luna. Esos días, centrados en el reposo, la lectura y el contacto con la gente del lugar, fueron los más relajantes de todo el viaje.